Fausto y diablo a la vez
Mephisto es uno de esos filmes que vienen precedidos del aura que dan los premios y un origen literario ilustre. Los premios son importantes: Oscar al mejor filme de habla no inglesa, premio de la crítica en Cannes, premio al mejor guión en el mismo festival, David Donnatello... ; el precedente literario es una novela de Klaus Mann. Lo cierto es que el film de Szabo es un producto que responde perfectamente a una idea de calidad que lleva aparejada consigo una serie de exigencias: presupuesto alto, tema polémico, modernidad y tradición en atrevida síntesis, etcétera.La historia de Maphisto queda bien resumida en el título mismo y en la imagen publicitaria, esa imagen que muestra a un actor disfrazado de diablo, con una capa de seda al viento y una enorme cruz gamada sobre su figura, protegiéndola y vigilándola a un tiempo. Porque el Mefistófeles de Szabo es Fausto y demonio a la vez, demonio porque ese es el papel que le consagra como actor frente a las autoridades nazis, Fausto porque vende su libertad y sus amigos a cambio del éxito y el poder. Lo malo de la historia es que los problemas, los puntos de conflicto, las contradicciones, aparecen como un simple esbozo, en términos de enunciado y nunca llegan a tocar la médula del tema.
Mephisto
Director: Istvan Szabo. Intérpretes: Klaus Maria Brandauer, Kristina Janda, Rolj Hoppe.Estreno en Palace. 27 de octubre.
Mephisto podría ser una reflexión sobre los límites que encuentra el poder del actor, marioneta libre y potente que reina sobre el escenario, bufón al que se le autoriza todo a cambio de que continúe siendo bufón; podría ser también una enésima visión de la Alemania nazi, aproximándose a la esencia de su cultura, encontrando en ella tanto los fermentos que llevaron al nazismo como la manera de superarlo por una vía distinta a la del olvido; podría por último plantear la cuestión de la puesta en escena del poder nazi, verdadero mago de la fascinación, del efecto y el decorado.
En realidad esto último debiera ser el eje del filme, fundado en la relación existente entre Goebbels y el actor, en el intercambio de saberes. Lo malo es que el intercambio no se produce en términos mefistofélicos, sino como algo meramente mercantil; tú me das prestigio cultural y yo, a cambio, te nombro director del teatro nacional. Para asistir a ese trueque no es necesario trasladarse al Tercer Reich.
Istvan Szabo, el director, ha hecho una apuesta muy calculada y el resultado también lo es. La locura está perfectamente dosificada, siendo hija de un gran autocontrol, que sabe que conviene ser escandaloso pero sin pasarse, rozar el Bertolucci's touch, pero no dejarse arrastrar por él. De esta manera la trama va progresando en medio de esporádicos destellos, que nos hacen creer que lo que nos cuentan es nuevo, cuando lo que sostiene la narración es, precisamente, todo lo que de viejo hay en ella.
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