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Censura de ayer y censura de hoy

Me contaba el otro día sus cuitas editoriales Ramón Akal, conocido en los medios informativos corno "el editor más secuestrado de España". Llevaba a sus espaldas trece procesos por la publicación de obras de carácter doctrinal -marxistas, especialmente-; pero, como quiera que estos pecados fueron redimidos por las aguas bautismales de la democracia, el último le sobrevino por ser un supuesto pornógrafo. Había publicado la divertida novela Fanny Hill, de John Cleland, un clásico ya de la literatura erótica inglesa, obra que hubiera despertado las iras censoriales de Arias-Salgado o de Fraga, pero que editada en 1977, con "la ola de erotismo que nos invadió", no haría enrojecer ni a una novicia. Todo esto me llevaba a pensar en los arcanos de la censura, cuyas medidas se nos aparecen como difusas, versátiles y esotéricas, y también a comparar los rigores represivos de estos tiempos y de los pasados.Si el análisis exhaustivo que hoy se hace sobre los estragos de la represión censorial durante el franquismo se complementara con una investigación que podría llamarse "estudios diacrónicos de censura comparada", posiblemente nos llevaríamos alguna sorpresa. Ciertas obras clásicas consiguieron sortear los peligrosos meandros de la censura y enseñando unas orejas contestatarias de tal tamaño que resulta raro pasaran inadvertidas a los censores con sotana que tanto habían buceado en el alma de los pecadores. ¿Habían sido engañados o en realidad eran más benévolos que algunos de sus homónimos de nuestro tiempo? Otras, en cambio, abordaron temas que sería difícil tocar hic et nunc sin tener tropiezos con diversas autoridades constituidas.

Tenemos el tema de El alcalde de Zalamea, de Calderón. Que un alcalde hiciera ejecutar manu civilí a un oficial del Ejército, por muy violada que hubiera sido su hija, y recibiera además el nombramiento de edil perpetuo de la villa de manos del rey es un tema teatral que no hubiera escapado en nuestros tiempos a la justicia militar. Y no sólo eso, porque la tal obra es mucho. más que el tópico concepto del honor calderoniano referido al mundo del sexo: es el planteamiento de la lucha de clases -villanos contra caballeros-; es la condena de la razón de Estado -"Al rey, la hacienda y la vida se han de dar, pero el honor es patrimonio del alma..."-, o, lo que es lo mismo, nadie puede cumplir órdenes indignas vinieren de donde vinieren y es el triunfo de la jurisdicción civil sobre la militar. Nada más y nada menos. ¿Qué hacía, pues, el censor de turno? Lo mismo nos sucede con el monumento literario de La Celestina.

Si nos atenemos a la tradición literaria de los dramas amorosos podríamos simplificar la historia de Calixto y Melibea en este sentido: "El eterno tema del amor y las dificultades para mantener una relación rechazada por la sociedad, seguida de un trágico fin, no tanto por adversidades del destino como por sanción a la transgresión de normas morales instituidas". Esta intencionalidad moral, en la que han insistido muchos autores, no obsta para que a lo largo de la obra se trasluzca una alegre amoralidad que desmiente lo anterior.

El centro vital y cultural de la historia no está constituido por el bello drama de los amores de Calixto y Melibea. El mundo de la vieja alcahueta, los criados Parmeno y Sempronio, las rameras que los acompañan, todos giran aparte del mundo de los dos amantes, pero no se podría decir que se enfrentan a ellos. No se trata de un combate de la inmoralidad contra la pureza. Los dos mundos coexisten, pero no se oponen.

Aparte de ello, campea en la obra la idea hedonista de la consecución del placer sin preocuparse del mañana, la de apurar la juventud y gozar de sus privilegios, lo que pudiera resumir toda la concepción lúdica de ciertos sectores sociales mayoritarios en el siglo XVI. No falta tampoco la crítica de la alta sociedad y del clero por boca de la sabiduría plebeya, la franqueza y el desenfado de la, alcahueta y su mundo. ¿Sería, pues, creíble que Fernando de Rojas, diciéndolo con sus propias palabras, compusiera su obra "para reprehensión de los locos enamorados..., fecha en aviso de los engaños de las alcahuetas y malos y lisonjeros sirvientes"?, o, más bien, ¿no se trata de un condicionamiento de la intención de la obra ante el temor a la censura?"

En cuanto a las figuras centrales, Calixto y Melibea, escapan, como los personajes de Pirandello, a la moralizante férula de su autor. Pese a su supuestamente aIeccionador destino, la actividad vital de los amantes, su exaltación amorosa, se convierte en una pasión desbordada que raya en el paganismo. Calixto, a la pregunta de si es cristiano, contesta "que su única religión es Melibea". ¿Concuerda esto con el rigor doctrinal que todos suponemos en la Inquisición?

No deja de llamar la atención en La Celestina la concesión del autor -¿obligada?- a la tradición ni oral que acompafñ a la literatura amorosa durante tantos siglos. La moraleja, el exiemplo, la función didáctica que aparecía tras toda historia que rozase el campo de la relación hombre-mujer.

Sin embargo, la lamentación de Pleberio, padre de Melibea, al final de la obra ofrece la particularidad de que no es un reproche contra la hija que le ha deshonrado; sólo se queja de las veleidades del amor y su repercusión en el alma de los jóvenes, haciendo un triste balance de la ingenuidad -no de la concupiscencia- que les hizo prestar oídos a sus tiernos cantos.

Por más que Fernando de Rojas toque a menudo en su historia la tecla moralizante, todo se desenvuelve a espaldas de la moral, por lo menos de la que era uso en la época. Y sus celosos guardianes no parecieron tener el furor censorial que fue característica de los cruzados del nacionalcatolicismo, que nos hurtaron kilómetros de besos fílmicos, cientos de obras de nuestros escritores y casi la totalidad de la filosofía europea de nuestro siglo.

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