El legado de Helmut Schmidt
En política, ocho años son mucho tiempo para los tiempos que corren. Helmut Schmidt, que se convirtió en canciller de Alemania Occidental en mayo de 1974, ha tratado con cuatro presidentes norteamericanos, dos presidentes franceses, tres primeros ministros británicos, cuatro jefes de Gobierno japoneses y Dios sabe cuántos primeros ministros italianos, holandeses y belgas. Ahora que se dispone a recoger su despacho en el palacio Schaumburg, sólo dos de sus homólogos de los primeros años setenta se mantienen precariamente en sus puestos, Bruno Kreisky, de Austria, y Pierre Trudeau de Canadá.Quizá ocho años no deban ser considerados como una época. Pero unidos al precedente mandato de Willy Brandt merecen, sin lugar a dudas, su propio capítulo en los libros de historia. La era de la coalición social-liberal no es nada de lo que los alemanes deban avergonzarse.
Ha habido momentos memorables. Willy Brandt, arrodillándose ante el monumento erigido en memoria de los resistentes del gueto de Varsovia, un gesto de reparación que simbolizaba los esfuerzos pendientes para entenderse con Europa del Este después de la reconciliación con los vecinos occidentales de Alemania llevada a cabo por Konrad Adenauer. Helmut Schmidt, aliviado por el brillante éxito de la operación de comando contra los terroristas secuestradores de un avión de Lufthansa en el aeropuerto de Mogadiscio y, al mismo tiempo, apesadumbrado por el execrable asesinato del industrial alemán Hans Martin Schleyer. El canciller y su ministro de Asuntos Exteriores, Hans Dietrich Genscher, en Moscú, hablando a Leonid Breznev de reanudar las negociaciones para el desarme con Estados Unidos.
Su incesante esfuerzo por convencer a Jimmy Carter, primero, y a Ronald Reagan, más tarde, de que en momentos de crisis internacional el diálogo entre las superpotencias debe continuar, no sea que el silencio provoque la catástrofe.
-Se han producido también logros formidables; la ostpolítik (apertura al Este) fue uno de ellos. Liberó a Alemania Occidental de las trabas del pasado. Abrió posibilidades de cooperación con Europa del Este que, a largo plazo, presagiaban un cambio sin precedentes en la órbita comunista. Hizo todo esto sin convertir a la República Federal de Alemania en un elemento flotante. Bonn siguió siendo un firme aliado de la OTAN, un miembro relevante de la CEE y un compañero digno de confianza en muchas iniciativas internacionales.
Después, Schmidt guió a Alemania Occidental a través de dos recesiones de alcance internacional. Dos crisis que no dejaron al país indemne, pero cuyos efectos parecían ser menos graves que en otras partes. Con una tasa de inflación del 5,2%, un nivel de desempleo del 7,4% y una tasa de crecimiento de probablemente el 1,5% en 1982, La República Federal de Alemania sigue siendo todavía la envidia de muchas, otras naciones.
Finalmente, la coalición social-liberal emprendió una multitud de reformas sociales en las que muchos otros pueblos no pueden hacer sino soñar. El porcentaje de graduados superiores se multiplicó por dos. Las pensiones para ancianos se elevaron en un 43% en términos reales. Las madres, los estudiantes, los desempleados, los disminuidos, todos ellos se beneficiaron de la generosidad del Gobierno.
Entonces, ¿qué es lo que iba mal? Tres son las razones más frecuentemente citadas:
1. Esperanzas insatisfechas. Hubo grandes frustraciones, claro, especialmente en el campo de la distensión. La cooperación con el Este encontró unos límites, y el cambio en el mundo oriental se revelaba geológicamente lento y lleno de riesgos, por añadidura. Pero Schmidt, cuando se oponía a resucitar la política de confrontación ' podía estar seguro del apoyo de la mayoría de los alemanes, e incluso de la mayoría de los europeos.
2. Promesas de reforma insostenibles. Ha habido mucho derroche innecesario. Mientras hubo crecimiento económico, los alemanes pudieron permitirse los lujos del Estado social. Pero cuando la economía dejó de crecer, las facturas sólo podían ser pagadas incrementando aún más las deudas públicas. El Gobierno de Schmidt podría haber hecho frente a esa situación reformando las reformas, pero los ideólogos de izquierda del partido socialdemócrata no le dieron muchas oportunidades. Estas quedaron reducidas a cero cuando los liberales, sus compañeros de coalición, optaron por medidas draconianas tipo Thatcher antes que por un ajuste gradual.
3. Desgaste de la coalición. Después de trece años comenzaron a aparecer el sudor y las lágrimas. La vejez dio paso a la decrepitud. Provocó disputas incontroladas e incontrolables, recriminaciones interminables, una permanente guerra de entrevistas. Durante casi dos años, el presupuesto era el único punto de la agenda. El Gobierno parecía actuar en un curioso aislamiento del resto del mundo. La nave espacial de Bonn perdió contacto con la realidad. Los múltiples desafíos -de los verdes, del movimiento pacifista, de los sindicatos, de los casi dos millones de parados- fueron despreciados. La en un tiempo enérgica política exterior de Schmidt degeneró en una débil rutina, una vez que la base doméstica quedó erosionada tan gravemente, que no servía ya como plataforma para una diplomacia agresiva.
El mandato del canciller Schmidt fue singular por muchas razones. Su inteligencia, su elocuencia, su carácter incisivo y decidido sirvieron bien a su país durante muchos años. Su presencia en el escenario mundial reconfortó a muchos más allá de las fronteras alemanas. Sin embargo, al final, el hacedor, el hombre tan admirablemente dotado para la solución de las crisis, la imperturbable figura internacional, llegó, por usar su propia metáfora, "hasta el extremo del mástil". Entendió que había estado hinchando el pastel durante demasiado tiempo. Se dio cuenta de que la era de la abundancia había terminado. Reconoció la necesidad de un ajuste. En último término, no fue la combinación de la inflación, el desempleo y el crecimiento de casi cero lo que acabó con él, sino su fracaso en obtener un nuevo consenso con el que hacer frente a los importantes problemas de nuestro tiempo. Como muchas figuras menores en otras partes, se esforzó. Al final, tampoco lo consiguió.
Ahora que Schmidt se va, sólo una cosa está clara: los problemas que provocaron su ruina no se irán con él. Están insertos en los cimientos de nuestras sociedades. Será necesaria una nueva aproximación global para solucionarlos. Queda abierta la duda de si sus sucesores triunfarán donde él fracasó. Los alemanes no esperan ningún milagro. No creen en el culto del buque mercante: no esperan que un barco y un marinero les traigan deslumbrantes abalorios y la redención instantánea. Pero sí están dispuestos al cambio y al ahorro, en espera de que alguien les muestre el camino. En un último análisis, la tragedia de Schmidt fue que su propio partido le negó el mandato para hacer lo que es necesario en estos tiempos.
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