Irónicas exageraciones de la modernidad
ENVIADO ESPECIAL Aunque su primer largometraje en, formato profesional, Pepi, Lucy, Boom y otras chicas del montón, no tuvo el éxito de crítica y público que ahora se cree, lo cierto es que Pedro Almodóvar, el director, consiguió una popularidad atractiva, cuyo primer resultado se traduce ahora en el interés despertado en el festival de San Sebastián por el anuncio de su segundo título profesional. Laberinto de pasiones supone, además, el primer contacto con la producción cinematográfica del grupo Alphaville, que en los últimos años ha convocado en sus minisalas madrileñas a miles de jóvenes espectadores que, de otra manera, no hubieran conocido las cinematografías paralelas que la exhibición comercial cotidiana ignora habitualmente.
Existía, pues, una doble curiosidad. ¿Cómo se planteó Almodóvar la posibilidad de una continuación seria en su trabajo? ¿Cómo tradujo Alphaville sus criterios de exhibición a una labor más creativa?
Laberinto de pasiones recuerda en muchos aspectos el primer largometraje del autor. En este sentido, los espectadores que sigan creyendo que el rock es un ruido insoportable, la homosexualidad problema de cuatro degenerados, el comic una aberración del arte y la droga un asunto extranjero, volverán a horrorizarse con los personajes que Almodóvar presenta. La amoralidad de éstos es insólita en los productos medios que lanza nuestra burguesía, y aun en otros muchos realizados por cineastas progresistas. Los innumerables personajes de Laberinto de pasiones hablan y reaccionan desde planteamientos marcados por una libertad de conceptos y costumbres sobre los que el director ironiza con ternura, pero que también respeta con una seriedad, en cierto modo, militante.
Y la diversión, como en su primer trabajo, parte de una necesaria complicidad con el espectador, que entienda la vuelta que la película supone. Tiene que entenderla como un juego, un esperpento. Como una barbaridad.
Personajes banales
Porque todo en ella es exagerado: la cantidad de historias que se entrecruzan, la banalidad de sus personajes, sus vueltas y revueltas con el sexo, sus disparatadas relaciones con la vida real. El protagonista es nada menos que Riza Niro, hijo de un derrocado emperador de un país árabe, divorciado a su vez de la princesa Toraya, por más señas, incapacitada para tener hijos. El enloquecimiento de este tan absurdo como divertido punto de partida no está en cambio, prolongado en la puesta en escena. La torpeza narrativa era uno de los encantos de Pepi, Lucy Boom... Esa misma elementalidad no corresponde a la ambición temática de Laberinto de pasiones. Su evidente falta de medios de producción revela a veces la inverosimilitud de lo que ocurre en la pantalla. Cuando se aproxima el desenlace y la historia vuelve a complicarse con otras ideas descabelladas, el espectador puede estar ya cansado. Todo tan sin dinero, tan basado en la idea y no en la imagen, corre el riesgo de dejar de sorprender. Almodóvar se esfuerza, sin embargo, por lograrlo, y lo consigue con brillantez.
El reparto es amplio y, en general, espléndido. Destacan, una vez más, las mujeres, aunque también Imanol Arias, a quien ayer veíamos en su serio papel de Demonios en el jardín tenga aquí una intervención brillante, interpretando a ese exiliado príncipe, más preocupado por los hombres que por la política.
Es en la película argentina Plata dulce donde los actores constituyen el principal atractivo. Federico Luppi y Julio de Grazia son los dos compadres que, queriendo enriquecerse, acaban siendo víctimas de quienes engañan y arruinan.
Esperanza irónica
La comedia, dirigida por el veterano Fernando Ayala, refleja ambientes y actitudes de la clase media argentina, machacada ahora por la crisis económica. La irónica esperanza final -"Dios es argentino"- cierra una fábula que, sobre todo en Federico Luppi, tiene su máximo valor. El es también el protagonista de Tiempo de revancha, la película argentina recién premiada en el festival de Montreal y que estos días compite de nuevo en el festival de Biarritz.
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