Ingrid
¿Quién, en la década de los cuarenta, en los años del hambre, la represión y el gasógeno, en aquellos tiempos en que, según decían los cretinos, la ONU tenía uno, pero nosotros teníamos dos, quién no amó a Ingrid Bergman?La amábamos. Nos indignó que el violinista Leslie Howard la abandonara en Intermezzo y volviera a su casa para que su horrible mujer le dijera: "Bienvenido al hogar, Holger". ¿Y quién no comprendió "la ridícula expresión en el rostro, porque estaba llorando por dentro", de Bogie, al escuchar As time goes By, creyéndose en Casablanca, olvidado por ella?
Confieso sin rubor que la amé, y quien esté limpio de culpa, que tire la primera piedra. Diré más. Mi primer amor fue mi amor porque se parecía a ella. Guardo todavía una deliciosa carta de mi falsa Ingrid -se llamaba Ninona-, en la que me escribe que "muchos dicen que me parezco a Ingrid Bergman, pero nadie, sólo tú, me dice 'eres un sueño, Ilsa'". Al parecer, yo me distraía y me imaginaba estar en Casablanca con ella y hasta cambiaba su nombre.
Con la distancia y la serenidad de la edad publicó Ingrid Bergman, hace un par de años, My Story. Seguía con ello la saludable costumbre de muchas actrices de publicar sus memorias. Tal vez Lara, que ha publicado recientemente ese libro y está siempre pendiente de políticos, generales, delincuentes y analfabetos, debiera fijarse en ese fenómeno de las artistas hermosas que, al marchitarse su belleza o, dicho más poéticamente, cuando sus pieles adquieren la pátina del tiempo y pasan, como escribió Voltaire, de un trono a otro trono, se ponen entonces a escribir unas memorias que, a muchos, nos apasionan. Porque los héroes de mi generación fueron también los actores y las actrices, y sus hazañas en el escenario, en la pantalla o en la cama nos interesaban más que otros actos más cruentos (¿por qué se fusilará a la luz del día mientras los actos de amor se hacen en la oscuridad?).
El mito del cine consiste precisamente en mostramos la vida en sus menores detalles, en aproximamos a ella en las sombras, pues, cuando se enciende la luz, no existe más que una superficie blanca y blanda. Por eso los actores de cine están tan cerca nuestro. Como en las telas de la pintura hiperrealista, se pueden observar los menores detalles. Sus gestos, sus tics, su boca, sus dientes, hasta la calidad de la piel de sus rostros. Están cerca, sí, porque les vemos en las escenas de la vida cotidiana; corren, van en coche o en avión, hablan, discuten, comen, se pelean, piensan, se besan, duermen, mueren. Y también los actores y las actrices de cine están lejos, más lejos que en el teatro, pues no es posible ir a esperarles a la salida para insultarles o decirles que les amas. Así, acabada la película, el espectador es cruelmente abandonado y se queda, solo, en su butaca.
Solo. Hasta la próxima película. Hasta Casablanca. O Indiscreta. O Anastasia. O Stromboli. O Intermezzo. Porque no es verdad que Ingrid Berginan haya muerto. Me niego a creer la mentira que han publicado los periódicos. Esa mujer de una sensuahdad caliente y contenida, que tras su corrección de señorita bien prometía placeres infinitos en la intimidad, está bien viva. Sigue amando la despreocupación, la libertad, el valor, la espontaneidad, la generosidad. Es fuego. Es entusiasmo. Es pasión hacia dentro. Sus ojos brillan y le traicionan. Tolstoi aseguraba querer mucho a su mujer, pero mucho más a su novela. Yo no sé si tiene mayor mérito destrozar la propia vida para hacer bien su profesión o, al revés, renunciar al éxito para seguir al ser amado. Creo que ambas actitudes son heroicas.
Y ese monstruo sagrado, adorable y anticonformista, hizo las dos cosas a la vez sin renunciar jamás a la lucha contra la injusticia, contra la enfermedad y, sobre todo, contra una moral beata, convencional e inhumana.
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