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Tribuna:Festival de San Sebastián
Tribuna
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Un momento de reflexión para la industria española

Son numerosas las películas españolas programadas en el festival de San Sebastián que hoy comienza. Se han distribuido en la sección Oficial, en las muestras paralelas y en un extenso ciclo sobre el cine que se realizó en nuestro país en la década de los cincuenta. Esta tribuna donostiarra va a ser, pues, un buen estímulo a la reflexión sobre la auténtica necesidad de los festivales de cine y, sobre todo, del papel que en ellos juega la producción española.Son unos veinte los festivales cinematográficos que se celebran en España, y más de sesenta los convocados cada año en Francia. Cada país organiza un número indeterminado de ellos, y resulta ya prácticamente imposible contabilizarlos todos. ¿Qué manía les ha dado por creer que es tan fácil reunir durante una o dos semanas las teóricamente mejores películas del año y convocar a su alrededor a compradores, vendedores y a la Prensa de todo el mundo? ¿Qué otro objetivo, si no es ése, puede tener un festival? Cierto es que cuando Venecia y Cannes, los pioneros, organizaron sus fiestas, allá por los años treinta, se trataba ante todo de convencer al mundo de las maravillas de los sistemas políticos que los albergaban. Pero, poco a poco, sus manifestaciones se decantaron hacia la profesión y hoy son ya sólo reuniones de cineastas dispuestos a promover sus productos, a informarse de la labor de los demás, a vencer en una competencia comercial de la que el cine no es ni mucho menos ajeno.

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La inflación de festivales permite dividirlos con rapidez. Los hay -pocos- con interés, y muchos, limitados a la localidad donde se celebran, y en cuyo público encuentran su único objetivo. Es absurdo creer que cada uno de ellos puede ofrecer una programación de interés radicalmente distinta a la de otros. Las películas se repiten hasta la saciedad y es frecuente ver las mismas obras en festivales de tradición opuesta.

Lo que no está claro es la política de festivales que sigue el cine español, de qué manera se utiliza cada una de esas tribunas para divulgar por el mundo la obra de nuestros cineastas y, con ello, penetrar en mercados distintos. Aunque poco nos debe importar a los espectadores el éxito en los negocios de los productores, lo cierto es que una mejor comercialización de las películas españolas permitirá que éstas mejoren su nivel; la experiencia de 1982 no es, sin embargo, optimista. El cine español se promociona mal, cuando se promociona; se vende poco y no bien, cuando se vende.

Comentaban en el Festival de Montreal algunos intermediarios de ventas del cine español que nuestros productores, dispuestos siempre a los negocios rápidos, ignoran que antes de pedir cantidades importantes por sus películas deberían abrirse camino en las pantallas del mundo, rebajando considerablemente sus aspiraciones económicas y tratando, muy en primer lugar, que espectadores de otras lenguas se familiaricen con la estética de nuestro cine. Estaban sorprendidos esos intermediarios de las escasas facilidades de los productores y de la tan bien intencionada como torpe promoción del Ministerio de Cultura, capaz de editar un libro donde se recoge toda la producción española de los dos últimos años, a excepción de varias docenas de películas (La fuga de Segovia, entre ellas), porque "los productores no facilitaron fotos y datos a tiempo de cerrar la edición", cuando esos datos y esas fotos están en cualquier distribuidora. El buen intento queda, pues, limitado.

Invisible Cinespaña

Se sorprenden también los compradores del cine español de la invisibilidad de Cinespaña, el organismo paraestatal encargado precisamente de promover nuestro cine en el mundo. Natural les parece por ello que Elías Querejeta haya pedido recientemente, desde una revista argentina, la desaparición de esa entidad; Querejeta es el productor que mejor ha sabido valorar su propia obra, ayudando con inteligencia a que el talento de Saura sea ya conocido por todos.

La excepción de Querejeta no resta culpas a los demás productores, cuya desunión destaca frente a la férrea unidad de los de otros países, capaces de olvidar sus diferencias para presentarse conjuntamente en las tribunas de los festivales. Ignora la mayoría de los españoles que antes que negocios rotundos convendría una promoción previa sin dividendos tan ambiciosos.

Hay películas españolas que se presentan por el mundo al margen de los festivales. Las facilita el Ministerio de Asuntos Exteriores para entidades culturales que no negocien con ellas. Sin embargo, algunas de estas películas se ofrecen en condiciones absurdas, subtituladas, por ejemplo, en árabe, para países anglosajones, o en condiciones tan penosas que El espíritu de la colmena, entre otras, debe ser narrada por los monitores, dado que lo que queda de ella en las copias no es más que un ligero recordatorio de la obra maestra que fue. Poco más se hace. Algunas semanas culturales en festivales de escasa repercusión y folletos explicativos, donde se presta más atención a la minuciosidad vanidosa de los autores que a la auténtica lógica de la publicidad de nuestros días.

Si tan grave es el momento económico de nuestro cine, se hace obligado un replanteamiento de la estrategia a seguir. La participación en festivales menores debe dar paso a una presencia mayor en los de real importancia. Y, puestos a hacer causa común, se impone también que Iberia proyecte en sus aviones algunas películas españolas, como hacen con las de su país las demás compañías aéreas. Resulta patético seguir viendo cine de Hollywood hasta en las nubes.

De ahí que el intento en este festival de San Sebastián de agrupar las últimas películas del cine español, tratando así de ofrecer una panorámica general de la producción de este año, pueda servir como tribuna de discusión de cuál es la misión de los festivales y su posible aprovechamiento para la divulgación internacional de nuestro cine.

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