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Muda protesta por el final de una quimera

Cada día se rompe una quimera. Envejecemos a golpe de muertes inesperadas, de noticias que nos devuelven los mitos de infancia transformados en detalles de enfermedad y tragedia. Ahora es Grace Kelly quien nos recuerda los años mozos en que el futuro nos parecía idílico. Junto a ella nos habíamos creído -incluso- el mundo rosa de las princesas. Fue la prueba fehaciente de que una imprevista magia podía convertir la realidad en algo cercano al cine.También se nos ha muerto Romy Schneider, que empezó su carrera disfrazada de reina, girando la trayectoria de Grace Kelly, haciendo ficción de lo que para la princesa de Mónaco fue auténtica realidad. Y hasta Ingrid Bergman, repudiada por Hollywood cuando quiso ser amante de un hombre que la estrecha moralidad de la época no le toleraba, regresó al cine norteamericano encarnando a la extraña Anastasia, mujer de oropeles perdidos, de reinos y principados soñados.

El cine de nuestra infancia se marcó por esa esperanza. Nada de lo que a nuestro alrededor ocurría iba a ser eterno porque, inesperadamente, nuestros destinos podían trastocarse hasta convertirnos a nosotros mismos en un motivo más de leyenda.

Héroes imposibles

En los años cincuenta el cine se dividía por sexos: las películas de hombres buscaban la identificación en heroísmos imposibles, en virilidades ejemplares que poco respondían a nuestras posibilidades pero que permitía a los mozos cinéfilos (¿y qué otra cosa podíamos hacer sino consumir nuestras expectativas en la sala oscura de un cine?) rechazar las historias de mujeres, donde un inesperado amor convertía a las protagonistas en heroínas también ejemplares.

Los fastos de bailes y salones parecían acaramelados, falsos, imposibles.

Grace Kelly nos demostró, sin embargo, que podían ser verdad. Incluso más verdad que la violencia de los guerreros que admirábamos en la pantalla. Como no hicimos nunca una guerra, aquella identificación guerrera quedó ahogada en algo que difícilmente se alejó de lo mediocre. A última hora resultó, por tanto, que las historias de amor acabaron importándonos. Grace, Ingrid o Romy, con sus enredos amorosos, sus melodramas pueriles, sus éxitos principescos, trasladaron nuestra belicosidad perdida al terreno de lo íntimo. No fueron mujeres soñadas, sino conductoras del mismo sueño en el que nos habían iniciado los héroes de pacotilla. Quisimos amar, pues, con su misma literatura. Naturalmente, también fracasamos. Muchos, al menos, fracasamos.

Quizá por ello la noticia de sus muertes no nos acerque tanto a su consideración como actrices a su valor profesional, como a la imagen que nos proyectaron. Revisando todas sus películas, es probable que Grace Kelly, Ingrid Bergman o la primera Roiny ofrecieran aspectos contrapuestos, más ricos de los que ahora el tópico les otorga. Pero no es fácil desligarlas de aquellos sueños que ahora habíamos olvidado y que sus desapariciones nos recuerdan con violencia. Con un poco de ternura también, y otro poco de ira. Con cierta nostalgia por aquel mundo perdido y con una muda protesta por sus engaños.

Desde el cine, entre unos y otros, nos dejaron raros para el mundo. Tuvimos que descubrir luego, con dificultad, que nuestra realidad no iba a ser la de Grace ni la de otros mitos del cine.

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