_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

David Bowie en el tiempo que vivimos

Era un muchachito de Bomley que soñaba con ser estrella del espectáculo, pero en la década de los sesenta los ascensos pasaban por el tubo de la beatlemanía y para triunfar, salvo que uno tuviera el talento de Sinatra, Davis o Dean Martin, había que recorrer el sendero del clan Lennon o practicar el verso de Bob Dylan. Como el inglesito David todavía no había visitado el salón Oscar Wilde del neoyorquino Mercer Art Center ni puesto su impoluta carne en la mugre del Greeriwich Village, con sus travestidos intercambiando miradas y caricias en sus discotecas, en sus comercios, en sus casas de baños, en sus teatros y en sus apartamentos, David -vaya mala suerte- tiene que cantar una basura que imita el rhythm and blues, maullidos de gata en celo que emite como David Jones -su auténtico nombre- and The Lover Third. Un desastre. Para mayor desgracia, en The Monkeis hay un tipo que se llama igual, David Jones, uno de esos mediocres que plagian miserablemente a los Beatles. Nuestro muchacho decide cambiarse el nombre. El inglesito de Bomley será, a partir de ese momento, David Bowie.Lo primero que hace es dejar de aullar. Lo segundo, meterse en la Lindsay Kemp Mime Company, el mismo grupo teatral que hace pocas semanas ha actuado exitosamente en España. Después de tres años de estudiar a los clásicos ingleses, retorna al rock, pero ahora como solista. Graba Space Oddity, y aunque su nombre, David Bowie, entra ya en los charters, su popularidad sigue en la clandestinidad, en la cola del reconocimiento público.

Más de mil días representando Salomé o Sueño de una noche de verano, tienen que servir para algo. Bowie va a jugar su baza rockera como si sus representaciones fuesen una obra de teatro en la que el artificio y no la palabra será lo esencial, una ficción que destruya la realidad. "Si Bowie apela al exhibicionismo que le caracteriza, es porque ahí encontró la luz verde para salir de la oscuridad", acierta Paul Alessandrini en Rock & Folk, una revistilla que, en 1973, dedica al espigado David una cover-story; otras quince ya lo habían hecho antes. Pero no todo son historietas. Revistas de cine especializadas consumen páginas sobre un actor que jamás filmó una película, revistas de moda femenina desnudan, de pies a cabeza, a un apolíneo joven que se pasea por la vida con su mujer, Angela, un clavel en la mano y el cabello cortado a la garçon, y el todo y el nada impresos le dedican sus páginas. Pisándole los talones a Mick Jagger, mezclando con elegancia el ayer y el mañana, cargado con una sobredosis de cine americano -"Tenemos influencia de Hollywood", reconocieron en España los integrantes de la Lindsay Kemp Company-, el resto de su vida es ya una leyenda que se puede leer en Interview, el diario de Andy Warhol, o escuchando su himno a la homosexualidad, Aladdin Sane, en donde uno se imagina a David vestido de seda.

Maquillajes sensuales, ambigüedad yuxtapuesta y vigores refinados y ondulantes de ninguna manera pueden ocultar el talento de Bowie. Plantarse definitivamente en los niveles cómodos tiene el riesgo de que, alguna vez, igual que en política, se pueda llegar a sucumbir a la seducción de la propia imagen. Así ocurre con casi toda esa legión de artistas alistados en eso que se ha dado, malamente, en llamar decadencia, y que a mí me parece que no es, nada más y nada menos, que el espejo de un tiempo. El tiempo que vivimos. Con nuestras desilusiones. Con nuestras esperanzas. Con nuestras contradicciones. Con nuestras ambigüedades.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_