Contra la agricultura química
El estado de alarma entre los consumidores de este país está llegando a tales extremos, en lo que a alimentación se refiere, que parece llegado el momento de poner freno al salvaje desarrollo de la altura química en un país en el que la dependencia tecnológica y energética en el sector agrario alcanza límites indefendibles ya, ni tan siquiera desde enfoques puramente productivistas. Y no digamos si la cuestión se analiza desde la perspectiva del impacto que tal modelo está reportando, en suelos, aguas, fauna y en los mismos productos alimentarios finales en los que debería ir concentrado el pretendido beneficio. A estas alturas de la revolución verde nadie ignora que lo que suelen concentrar muchos productos agrarios, más que beneficios económicos por incrementos productivos, es un alto grado de toxicidad que hasta la Organización Mundial de la Salud se encarga de divulgar.Autores diversos nacional e internacionalmente -Conmoner, Ilich, J. Friedinan, Saach, Naredo, Baro, Cordón, Araújo, Gaviria, etcétera- vienen demostrando en sus trabajos la necesidad de retornar a sistemas agrarios orgánicos, tanto por razones ecológicas y sociológicas, como por razones económicas, desmontando con investigaciones puntuales la falsa idea de rentabilidad impuesta por los grandes monopolios agroquímicos, justificadas por no pocos sectores de la comunidad científica. Afortunadamente, la ciencia ha ido abriéndose, ante la evidencia de los hechos, a nuevos planteamientos, y lo que hace apenas unos años era el retorno a las cavernas empieza a ser considerado en las publicaciones y programas oficia les, aunque la resistencia de las Administraciones sigue siendo obstinada a la hora de las realizaciones prácticas.
Naturalmente, la Administración española, embarcada hasta el cuello en el modelo californiano, sigue servilmente los dictados de los grandes monopolios multinacionales agroquímicos, poniendo todo el aparato técnico, administrativo y docente al servicio de unos intereses que nada tienen que ver con la agricultura y la ganadería que el actual momento histórico y nuestras circunstancias concretas exigen. Sólo así puede explicarse que se dediquen grandes extensiones a cultivos como el tomate para concentrado y polvo, que lleva una carga química de verdadera alarma, con las consecuencias que ya sabemos en cuanto a plagas y esquilmación de suelos, y que, además, debe subvehcionarse tres veces: al productor,al transformador y al exportador, porque el producto final se marcha ma en forma de materia prima hacia el Reino Unido. Igualmente podríamos hablar del olvido en el sector ganadero de las razas autóctonas, en favor de razas extranjeras, demandatarias de fármacos y piensos compuestos, cuando tenemos unas dehesas cada vez más abandonadas y desforestadas que podrían estar triplicando la carga ganadera que mantienen en estos momentos, con mayor rentabilidad y más ocupación de mano de obra. Son muchos los ejemplos que testimonian cómo la política agraria de los últimos tiempos derrocha recursos enormes en actividades y técnicas que, aparte de no favorecer a nuestra economía, están, además, hipotecando la fertilidad futura de nuestros suelos y la calidad de nuestras aguas.
Hay que volver la mirada
Por todo ello, y por los escándalos continuos a que nos conduce la óptica de las grandes producciones, a la que el servilismo de la ciencia económica ya no puede sostener por más tiempo, sin incluir en la contabilidad de la partida doble los verdaderos costes energéticos del moderno proceso productivo, así como los impactos en suelos, aguas, caza y medio ambiente en general, es por lo que pienso que, al menos en ciertas zonas y en determinados espacios, conviene tomar la mirada hacia el modelo biológico u orgánico tradicional, si bien éste puede hoy estar apoyado por algunos elementos del progreso bien entendido.
Empezar, a ofrecer en el mercado de hoy frutas y hortalizas con marca biológica -comprobable por vía de análisis y de control de sus zonas productivas- es tema que merece la pena plantearse incluso desde su vertiente más grosera, como puede ser la del puro negocio. Y esto puede lograrse en grandes espacios con una política adecuada. Lo mismo podría decirse en el sector del cereal. Baste citar el solo ejemplo del pueblo de Calasparra, en Murcia, donde ya hay quinientos agricultores haciendo arroz biológico, auxiliados por la Asociación Vida Sana -verdadera pionera del tema en España-, el cual tiene ya mercados muy apetecibles. Y no digamos las posibilidades que ofrece el ecosistema de la dehesa en Extremadura, parte de Andalucía, Toledo, Ciudad Real y Salamanca de cara a reimplantar razas autóctonas -cerdo ibérico, oveja merina, vaca retinta- con los cruces industriales adecuados, pero manteniendo nuestra propia cabaña y reconvirtiendo este tipo de explotación en base a todos sus aprovechamientos -corcho, carbón, lana, caza, quesos, miel, etcétera-, todos. ellos productos cada día más apreciados, a los cuales habría que dotar de sus correspondientes marcas de garantía.
El orgullo del agricultor
Está claro que los sucesivos Gobiernos de la transición han seguido -como sus antecesores- el dictado de las multinacionales y no se han molestado ni siquiera en leer los informes y conclusiones que han ido elaborando los propios organismos de la Administración agraria -el INIA y las Agencias de Desarrollo Ganadero, en el tema de la dehesa, por citar un solo ejemplo-. Y que con el modelo agrario potenciado han vaciado la profesión de agricultor, llevándonos a una dependencia total de los citados monopolios. El agricultor tradicional, que era el maestro del reciclado, empieza hoy por comprar desde la semilla selecta hasta la última dosis química con la que despide a su producto, limitándose su tarea a encargar las diferentes labores que otros le harán Y, si se mecaniza, no alcanzará el umbral de rentabilidad que le exige el esfuerzo inversor. Caso aparte constituyen las grandes unidades de explotación, sean éstas de los grandes consorcios agropecuarios o de los grandes propietarios. El milagro de estas empresas agrarias racionales suele consistir en que esquilman los suelos en diez o quince años -sobre todo si son arrendatarios-, acaparan los créditos y subvenciones, controlan los mercados, enlatan o envuelven sus productos que, homogéneos, sosos y bien presentados, constituyen cada día más una seria preocupación en los consumidores, sin respetar muchas veces plazos de curas, tratamientos, aditivos declarados en las conservas, etcétera, y sin preocuparles lo más mínimo lo que siempre era motivo de orgullo de un agricultor: la bondad y calidad de su producto.
Después de toda la gama de fraudes que enumeraba al principio de este artículo, creo que la gente empieza a preocuparse por su salud y también por el placer de comer pudiendo saborear los alimentos. Un melocotón moteado y de menor vista dentro del conjunto puede empezar a ser reivindicado si descubrimos de nuevo su sabor y olor y, sobre todo, si tenemos la certeza -comprobable- de que no lleva en su ciclo cinco curas, con una inmersión final en una piscina química para pasar a, su fase final en las cámaras. Ya sé que algunos seguirán objetando que no es posible alimentar a la población mundial desde estos presupuestos; sin embargo, ya en 1978, Sicco Mansholt, que fuera presidente de la Comisión de las Comunidades Europeas (CEE), abogó claramente por la agricultura biológica, por la necesidad de buscar vías nuevas, de controlar a las grandes explotaciones, sobre todo a las industrias de fertilizantes y agroquímica, y sobre la necesidad de evitar los factores de concentración y apoyar, en cambio, a las pequeñas empresas agrarias. Cierto es también que no se le hizo mucho caso en aquella ocasión; sin embargo, en varios países europeos, por la vía de los hechos -a la fuerza ahorcan-la agricultura biológica se va abriendo espacios cada dia más considerables, y serán los mismos consumidores quienes posibiliten su rápido desarrollo. ¿Por qué este país, salvaje en el urbanismo, salvaje en la industrialización, tiene que ser también salvaje en la agricultura, disponiendo de recursos y espacios óptimos para impulsar un tipo de actividad agroganadera en la que puede decirse que no tendríamos rival puestos a vender al exterior los productos biológicos?
Creo, para terminar, basándome en la breve experiencia de la Corporación municipal a la que pertenezco, que los ayuntamientos con propiedades agrarias pueden jugar un papel muy importante en la puesta en marcha de explotaciones agroganaderas de este tipo, ya que el beneficio no debe ser en ellos el móvil principal -aunque también conviene dejar muy claro que no deben constituir empresas deficitarias-, y este modelo agrario ocupa mucho mayor porcentaje de míano de obra, al tiempo que mejora los suelos y el entomo.
Si la Administración -tendrá que ser la nueva- acoge con interés las experiencias puntuales que empiezan a realizarse por ayuntamientos y particulares, todavía en pequeños espacios, pronto habría una base experimental desde la que dilucidar la utopía o viabilidad de este tipo de agricultura.
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