Confabulación en Líbano
Continúa desarrollándose paulatinamente, como si de una tragedia griega se tratase, la por ahora última agresión israelí. La máquina militar reproduce todas las fases de una guerra de exterminio según el modo antiguo, que ya parecía superado y que retrotrae a la humanidad a la época de la caverna y al uso de la quijada.La acción de Israel sobre Líbano ha venido adobada por una serie de conocidas argumentaciones cuya finalidad es la siembra de la confusión ideológica para justificar aquello que carece de toda legitimación. Se repite incesantemente, mientras se aniquila a toda una nación, el estereotipo del pueblo que se reduce a la condición de un puñado de terroristas desesperados y sin ley que, en algún tiempo, se llamaron palestinos, para, invirtiendo los términos del genocidio, disfrazar a los humillados y a los ofendidos con el ropaje de los agresores. Se mezclan y se utilizan, indiscriminada pero sutilmente, términos en absoluto identificables: Estado de Israel, pueblo judío, hebraísmo y sionismo. De esta manera, cualquier crítica acerca del Estado de Israel se convierte en una afrenta a la memoria del pueblo judío, y, siguiendo la lógica de la irracionalidad, todo aquel que defiende el derecho a la existencia del pueblo palestino es calificado alevosamente de nazi y defensor de los campos de exterminio del III Reich. Olvidan estos manipuladores de la historia que el pecado de antisemitismo fue y utilizado ferozmente por la cristiandad, y no precisamente por el Islam.
Pues bien, ninguna extrapolación puede justificar la acción criminal de Israel en Líbano. El planteamiento ideológico de la agresión israelí presenta unas posturas ya claramente exhibidas. La nuestra, como internacionalista de profesión y solidario con las causas de los pueblos oprimidos, es de radical condena de una acción genocida; acción que, por una parte, busca ardorosamente el exterminio del pueblo palestino, y, por la otra, aspira a cambiar por el uso de la fuerza el Gobierno de un Estado soberano. Actuación que, en última instancia, tiene también una causa profunda: la promoción de un nuevo Yalta en el Próximo Oriente, consolidador de la hegemonía norteamericana.
Ahora bien, desde nuestra propia perspectiva, este análisis, que estimamos riguroso, sería incompleto si se clausurase con las razones ya alegadas. Cuando se asesina a un pueblo, en este caso el palestino, nadie puede alzarse individualmente con el laurel sangriento del ángel exterminador. La agresión israelí ha sido posible por la pasividad culposa de los Gobiernos árabes, que, silenciosa y complacientemente, salvo algún exceso verborreico, participan en tan dantesco espectáculo. Las cancillerías árabes han enmudecido, y cuando colectivamente emiten alguna afásica opinión, ofrecen la penosa y cómplice imagen de la Liga Arabe, que, si habitualmente ha sido una desengrasada maquinaria burocrática, ahora oficializa en sus reuniones a la Falange libanesa, que tan eficazmente colabora con el Ejército de Israel. Sin tan siquiera faltar la voz apocalíptica de un coronel petrolero -Gadafi- que aconseje a los palestinos el suicidio colectivo.
Si para Israel los palestinos son alimañas que hay que exterminar, para la mayoría de los Gobiernos árabes estos mismos palestinos casi nunca superaron la condición de refugiados provisionales y molestos; molestos porque, en su propia rebeldía, catalizaban la resistencia de otros pueblos árabes contra sus propios Gobiernos reaccionarios o seudorrevolucionarios. No es, desgraciadamente, la primera ocasión en que un ejército árabe vuelve sus armas contra los campos de refugiados palestinos. El septiembre negro de Amán y la matanza de Tel-al-Zatar están todavía frescos en la memoria de los que quieran recordar.
Cierto que la reflexión final no es propicia al optimismo. Y que tampoco se trata de buscar una respuesta ecléctica. Se trata, sencillamente, de que cada uno de los participantes en la tragedia asuma su parte alícuota de responsabilidad. Y es que todos, incluida la grotesca gerontocracia del Kremlin, que tan lentamente ha reaccionado, todos están bajo el mismo pendón infamante. Sin embargo, también sabemos, y los judíos por experiencia propia, que, salvo la instalación de cámaras de gas, e incluso con ellas, nunca se puede exterminar a un pueblo que tiene conciencia de su destino histórico y de su vocación nacional.
Ayer fue El Cairo; hoy es Beirut. ¿Han pensado los gobernantes árabes que mañana puede ser Amán, Bagdad o Damasco? Parece que no; el velo de la infamia priva de toda visión de futuro.
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