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La Caballé recupera su cetro en Barcelona

El Liceo ha recobrado a su reina, después de mes y medio de descanso, en clamor de las mejores noches

La presente aproximación me fue solicitada hace meses, cuando Cabailé iba a efectuar su presentación en Madrid. Aparece cuando una serie de casualidades la colocan en el centro de lo que, tal vez por irrisión, llamamos actualidad. Por ser un alibi que el genio de Caballé no necesita, me abstendría de acogerme a él. Pero al exceder a la figura de Caballé, y sus prodigios más recientes, es necesario hacer una breve referencia. Breve y orgullosa a un tiempo, pues proclama el pleno éxito de ese II Festival de Opera que, durante cuatro producciones, ha colocado al Liceo barcelonés a la altura de los mejores del mundo. Será cuestión de volver sobre ello, con calma, y ciñéndonos especialmente a la gran producción del Don Carlo, que, tanto por, su reparto como por su realidad estética, de espectáculo teatral total, ha demostrado el alto grado de madurez de los responsables del Liceo.Pero hablábamos de Caballé y de este artículo, que, siendo un encargo, se convierte en un tributo y, si es posible, en una pageant. Un mes y medio de descanso y estudio, después de las Normas de Johanesburgo, han hecho que el Liceo recuperase a su reina en clamor de las mejores noches. Según ella misma, no tuvo necesidad de buscar soluciones de compromiso para su Cleopatra, y se encontró a sus anchas cantándola como hace seis años, en Estados Unidos. Cinco noches después, su Elisabeta di Valois recobró el fuego de los mejores momentos, y en el aria magistral Tu che la vanità efectuó uno de sus asombrosos saltos en el vacío, en esta diferencia abismal que va de la contención barroca de Haendel al chorro liberado de las grandes sopranos verdianas. Caballé recuperó su cetro, después de unos meses en que, por diversos avatares, se hizo demasiado concurrido el mercado de chismes anti-Caballé.

Ella misma chasqueó a un periodista indocto, negándose, siquiera a comentar el comentario de la maledicencia. Este es un país de memoria tan, escasa, que puede borrar el triunfo de un mes antes, en provecho de la fácil chirigota por un desliz momentáneo. Que el periodista citado no recordase que antes de los problemas de Anna Bolena Caballé conoció los triunfos seguidos de la Semiramide y la Turandot de París es tan imperdonable como no reconocer que aquella hazaña, aquel pasar de la agilità belcantista al profundo dramatismo pucciniano, se ha reproducido en el Liceo cuando Caballé, ante la tumba de Carlos V, daba una lección magistral, sin recurrir a trucos de una técnica que ella domina como nadie y que podían valerle el aplauso fácil e inmediato. Por el contrario, tuvo una ovación exigente: la que se debe a la perdurabilidad.

Era como si el reinado de Caballé no hiciese sino empezar. Y, sin embargo, hace ya diecisiete años que dura. Desde aquella noche histórica en que una Caballé reconocida pero no reinante sustituía a Marilyn Home en la Lucrezia Borgia de Nueva York. Al igual que una ilustre maestra, Maria Callas, esa resurrección de un Donizetti olvidado marcaría la pauta de la gran carrera de Caballé. Sus perlas más raras.

El talento y las revistas

Aunque fijo la noche-revelación de Lucrezia como el inicio de la proyección internacional de Caballé, la maduración de su carrera abarca ya veinticinco años. Efemérides significativa de los esponsales de Montse con la ópera, e historia llena de avatares que más bien podrían llenar un programa del estilo Esta es su vida. Pero también se cumplieron, el pasado año, veinte de su consagración en el Liceo, y esta nueva efemérides significó mucho para un público de menor relumbrón, pero auténticamente devoto. Una pancarta colgó del quinto piso pregonando el agradecimiento de los enfants du paradis hacia su reina.

Que todas estas fechas no hayan tenido en la Prensa -y, por supuesto, en la televisión- el eco esperado y merecido, mientras sí lo han tenido, por ejemplo, en Francia, demuestra que en este país el talento sigue sin vender revistas. Problema que se complica cuando el silencio sobre la importancia de una gran carrera ha sido roto únicamente para introducir temas sobre Caballé que resultasen más o menos espectaculares. Pero mientras algunos se dedicaban a publicar suspensiones, aplazamientos y enfermedades (por otro lado ciertas), los que estamos agradecidos a Montserrat Caballé por la generosa entrega de su genio repasamos en nuestra discoteca en busca de sus momentos más brillantes, altos en un camino ya extenso, paradas que han ido forjando una leyenda.

Hemos sido afortunados. En Italia han necesitado que Callas desapareciese de la escena para dar nacimiento a sus viudos (olvidando acaso cuánto hizo sufrir el público de la Scala a la Gran María). Pero en el Liceo, año tras año, en los tiempos de mayor penuria, unos admiradores incondicionales han tenido el privilegio de reconocer en Caballé a un clásico vivo. Ninguno de sus admiradores querría ser su viudo, y se congratulan constantemente de esa asombrosa juventud de su voz, tanto para Haendel como para Verdi.

En cada uno de los admiradores de Caballé hay un novio en potencia. También año tras año, después de los saludos, Caballé ha quedado sola en el escenario, respondiendo a este afecto de los últimos rezagados. Cuando las madamas encopetadas ya se encontraban en las Ramblas, esperando el coche que las devolvería a su vida más o menos trivial, los novios de Caballé siguieron reclamando su presencia, estableciendo un coloquio maravilloso con la diva. Deslumbrante en los atuendos que las grandes ficciones le han prestado, Caballé sigue saludando con una gestualización personalísima, entre áulica y entrañable. Código importantísimo en la comunicación entre Caballé y su público. Pues ella guarda la compostura solemne que corresponde a una reina, pero concede continuamente, en la ternura de la mujer del pueblo que siempre guardó. Y se grita su nombre -ese diminutivo, Montse, que sólo en Barcelona adquiere su verdadera sonoridad-.

Son momentos típicamente Caballé, esos de los saludos, que exigirían una descripción aparte. Como su sentido del ceremonial, cuando al saludar recibe a la gran artista invitada -ya sea Birgit Nilsson, ya Obratsova-, agasajándola. O cuando apoya el triunfo de Carreras o, hace unos días, el de Raquel Pironti y Patricia Payne, tendiéndoles la mano en franca bienvenida al mundo de los grandes. En realidad, Caballé está recibiendo en su casa. Y su casa es el Liceo.

Y son, al mismo tiempo, inolvidables horas de intenso fervor liceísta, no improvisado, en absoluto advenedizo. Así se ha ido forjando una nueva generación de amantes de la ópera, que prosigue una tradición largo tiempo mantenida en Barcelona, y que no es el fruto de una moda más o menos neorromántica, como en otros lugares.

Para esta generación de los años setenta, la presencia de Cabailé ha constituido una vitamina tan potente como el legado de la Callas en sus piratas codiciadísimos. Y lo es, ahora mismo, en la búsqueda de vídeos Caballé.

Callas y Caballé. Tan distintas y, sin embargo, tan cercanas en la conformación de mis devociones operísticas. La luz de esas dos damas me ha rescatado en numerosas ocasiones de la esterilidad de un ambiente hostil. Eso como persona. Como espectador objetivo, mi deuda con Caballé se generaliza, y seguro que amigos como Lluís Pascual, Guillem Jordi Graells y tantos otros jóvenes del mundo cultural catalán podrían pluralizarla. Salvando las privaciones por las que, durante años, ha tenido que pasar el Liceo, su presencia fue punto álgido de temporadas que, en algunos casos, sólo valieron lo que valió la presencia de Caballé (como de carreras, más recientemente). Su cita fue una generosidad sin límites para con su público. Llegó siempre puntual, con los regalos navideños. Y en cuanto a regalo, ha sido y es un auténtico lujo.

Capacidad para la admiración

Mi devoción por Caballé tendría un punto débil en su objetividad: el de mi estimación personal, al encontrar en Montserrat a una amiga fascinante. Se me podría reclamar, cierto, un retorno a la serenidad. Reclamación por demás injusta. Si la admiración sin límites es una fortuna en quien está capacitado para sentirla (especialmente en este país, donde existe tan escasa capacidad para la,admiración), todavía es caudal mayor el poder unirla al afecto personal. El trato con esos seres mágicos a quienes hemos adorado desde el anonimato que nos prestan 'las grandes plateas constituye a veces un arma de doble filo: puede suceder que los maravillosos del escenario o la pantalla no ofrezcan la menor gratiflicación a nivel de trato personal. La desilusión que, al conocerle personalmente, puede provocarnos alguien a quienadmiramos es a veces infarto para mitómanos. No sucede así cuando nos encontramos ante los verdaderos grandes. Y si Caballé entra en esta categoría es porque cumple la doble función de encender al

La Caballé recupera su cetro en Barcelona

admirador de su arte y deslumbrar al amigo.Un verdadero essential Montserrat comprendería el ingreso a un mundo que aparece escondido tras una barrera de biombos protectores. Que la intimidad de la diva haya sido ahí protegida, preservada, obedecería a una lícita necesidad personal, tanto como al rechazo de la vulgaridad que, al introducirse en los copyrights íntimos, domina algunos medios de difusión del siglo. Y esta defensa favorece al mismo tiempo la aparición en alguno de aquellos medios de una leyenda insólita: la de una Caballé arisca y antipática, imagen que ninguno de los que la conocen podría autorizar. ¿Y si resultase, contra estos pronósticos, que Caballé es una persona entrañable, jovial y abierta, como nos han mostrado algunas emisiones de la televisión francesa o las entrevistas de la norteamericana? La lejanía entre la diva distanciada y una Caballé auténtica es absoluta. Y me permito romper el secreto, revelando que Montserrat Caballé, gran señora del arte, es una persona decididamente jovial y di vertida cuando se rompen los biombos. Que su necesidad siga imponiéndose es otra cuestión. Pues en los imperios de Caballé, el ahorro de todas esas virtudes implica al mismo tiempo autoprotección. Entre Tokio y San Francisco, entre Munich y Suráfrica, Caballé lleva su ternura en la maleta, junto a los atavíos de las dos Leonoras, de Norma o de María Stuarda.

Y aunque el concepto ternura pueda sonar desueto, démosle de nuevo la bienvenida cuando Caballé lo traslada al escenario. La costumbre debería hacer fortuna en una época en que la inspiración artística se confunde demasiado a menudo con las computadoras.

La lucha de Montserrat Caballé contra el arte convertido en computadora ocupa veinticinco años de una carrera ilustre y hace que algunas de sus creaciones lleguen a exceder todo lo previsto. Por odiosa que sea la comparación, bastaría confrontar su Isabel I con la de Beverly Sills (en el Roberto Devereux, de Donizetti) para entender la diferencia entre una técnica bien aplicada y la verdadera grandeza. Sólo así el tour de force vocal que representa una de las tres reinas donizetianas puede encontrar pareja con la poetización dramática que exige la gran ópera romántica. Y aunque no podamos tener como referencia la sombra suprema de Giuditta Pasta, tenemos por lo menos la de Callas, quien no por casualidad es una de las grandes devociones de Caballé.

La ubicuidad excepcional de Caballé, que incluso para alguno de sus máximos exegetas ha podido resultar excesiva, ha hecho olvidar a las voces contrarias una evidencia rotunda, fulminante: que su contribución al belcantismo ha sido la más importante de este siglo después de Callas. Aun contando con el interludio excepcional de una Joan Sutherland, sería dificil encontrar en la era que los franceses bautizaron como el après Callas una mejor asimilación de las grandes corrientes románticas a una estética contemporánea. Siempre con la ayuda de un instrumento vocal de excepción, que parece inspirado por el gran soplo del romanticismo, Caballé ha sabido convertir el ensueño en técnica... y técnica de lectura directísima para las percepciones contemporáneas. No es, en todo caso, un signo menor de inteligencia musical.

La cuestión de las recuperaciones es importante desde el ejemplo de Callas, a quien se debieron algunos espectaculares retornos a la totalidad y el eclecticismo de las soprano assolute del XIX. Algunos títulos hoy populares de Bellini y Donizetti sorprendieron, en los años cincuenta, por su vigencia, largo tiempo postergada. La predilección de Caballé por seguir el ejemplo de Callas adquiere ya una importancia cultural que va más allá del simple querer cantar todo. Y hay que anotar en el haber cultural de Caballé que no se haya limitado a resucitar, sino que su preocupación fuese principalmente la de restituir el clima romántico, en un ensamblaje que vale por los mejores estudios. Y aunque ciertamente no pueda ser un romanticismo idéntico el de Von Weber que el de Bellini, el de Verdi que el de Wagner, hay unas líneas generales que permiten a Caballé elevar su canto -y con él, al público- a las cimas propuestas. En otros momentos, a veces dispares, como en Tosca o en Semiramide, Caballé puede sorprender aportando residuos de la atmósfera romántica a obras cuya lectura creíamos muy distinta.

Entramos en el terreno, siempre espinoso, de las modificaciones de Caballé. Espinoso porque incluso es perceptible desde el interior de su culto, aunque no privativo de ella. Cumple preguntarse cuántas modificaciones no han afectado a partituras célebres a lo largo de este siglo, antes y después de Caballé. Pero Ha cuestión importa cuando algún vehículo de Caballé parece poco adecuado, como una Medea de Barcelona. Aun así, no hay que confundir esta cuestión con lo que Caballé ha tenido de verdaderas innovaciones. (¿Y no valía la pena modificar poéticamente algunos fragmentos de Tosca, puliéndolo de algunos excesos del posverismo?)

La polémica puede acrecentarse en los papeles más tocados por el genio de Callas, como Norma o Elvira. Pero en el caso de la primera, la discusión puede resultar un placer impertinente que, desde luego, no comparto. Parecería irreverente para cualquiera de los polemistas en litigio distinguir entre dos grados tan distintos de la perfección. Y aun cuando la Norma de Callas permanece como un monumento incomparable, cabe recordar que la mejor noche de Caballé supera cualquier otro intento del après Callas, incluyendo a Sutherland o a los intentos de algunas mezzos en su empeño de ser mediocres Normas de nuevo cuño habiendo sido Adalgisas maravillosas.

La polémica entre lo que es modificación y lo que es innovación en ciertas creaciones de Caballé no es tan visible en las rarité belcantistas como en alguna incursión hacia algunos papeles tradicionalmente adjudicados a las sopranos dramáticas. Se producen entonces discusiones que parten de una pura obviedad. Pues no hay que ser un lince para entender que la voz de Caballé no es la que mejor asocianamos con Turandot o Salomé, princesas cuyo rasgo principal parece ser una tendencia a la crueldad, la ira o el desplante. Pero hay que saber descorrer las cortinas de lo rutinario para des cubrir cómo en la voz no ideal de Caballé ambos papeles ofrecen un sinfín de proposiciones nuevas, una relectura que no puede dejar de apasionarnos.

Lejos de Nilsson, cuya potencia nos pareció siempre la ideal para Turandot y Salomé, Caballé ofrece su maniobra de poetización, acentuando este sentido y la estrecha identificación entre su canto y el clima musical en su sentido más estricto.

Sin entrar plenamente en una polémica de alcances más vastos, y en la que a menudo se han introducido temas completamente ajenos a su verdadero espíritu, el tributo a Caballé debería terminar recordando los grandes logros que, por una dádiva personal de la misma Caballé, me ha sido posible reconstruir estos días, visionando los vídeos de sus más recientes actuaciones. La apoteosis vocal de la Semiramide de Aix-en-Provence, la culminación dramática de la Turandot de París, las continuas fluctuaciones del romanticismo en el Roberto Devereux, también de Aix, junto con otras experiencias ya conocidas, ya vistas, proponen una línea de riesgo continuo y un gran fervor por la aventura. Y el término no parece inapropiado, por cuanto los saltos de Caballé me recuerdan inevitablemente la imagen de un explorador, intrincándose en la espesura de esta selva de inmensa complejidad que es el mundo de la ópera.

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