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Tribuna
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La incontinencia laboral de Plácido Domingo

Rosa Montero

Plácido ensaya su Sansón y Dalila en la Zarzuela y se mueve entre los cortinones púrpura de la escenografía de Puigserver con la incongruencia de su camisa azul y sus pantalones de progre desteñido, que no concuerdan con su barba, tan milimétricamente recortada que semeja un ingenio piloso que se pega cada mañana a las quijadas, ni con el color del pelo, mal teñido en un castaño rojizo y calcinado: una exigencia, al parecer, del Caruso que está rodando para cine; la ópera, que es un género visualmente artificioso, parece haber contagiado a Plácido una perenne apariencia de disfraz. Es grandullón, y a primera vista parece corpulento. Una segunda ojeada revela que su corpulencia se concentra en torno a la cintura, y que por encima y por debajo de esta línea estratégica su cuerpo enflaquece en forma de huso. Viene hacia mí cuando termina los ensayos, y muestra cierta resistencia inicial a ser entrevistado "porque se habla demasiado de mí y yo no lo deseo, luego decís que si salgo en todas partes, y sois vosotros", y desgrana sus reticencias con voz dulzona, de registro inocente, que en un principio induce a sospechar lo peor: un punto de hipocresía o soterradas cóleras. Pero después comprendes que ese tono escaso forma también parte de la disciplina del cantante: "Mira, lo que más energía me quita son las entrevistas, porque yo llevo el instrumento en la garganta y la garganta la usas para hablar y eso te cansa"; es decir, que Plácido economiza minuciosamente sus palabras, vigila el gasto de sus conversaciones, y cuando lleva una hora de charla con un amigo "la verdad es que tengo que hacerme el cálculo de que estoy hablando mucho", es un vivir limitado a lo profesional, "aunque depende de las funciones... Por ejemplo, el día que actúo y la noche anterior permanezco bastante tranquilo, en silencio, y mi mujer y mis hijos ya lo saben; pero se pueden hacer muchas cosas en silencio: vemos la televisión, o jugamos a las cartas, o nos vamos al cine...". Pero teniendo en cuenta que en diez años Plácido ha actuado más de 1.600 veces (más del doble que la Callas en toda su carrera) puedes intuir que Plácido Domingo sólo vive para encarnar, triunfo tras triunfo, a Plácido Domingo.De todos es sabido que Plácido es un monstruo del canto, un fenómeno arrasador que sobrepasa los límites tradicionales de la ópera. Es un tenor que posee a la vez técnica, voz y temperamento, y que es capaz de cantar en todas las categorías: lírico (ligero), spinto (medio) o dramático (pesado); además es buen actor, y pianista, y director de orquesta; y a todo esto hay que añadir que Plácido sabe cultivar la simpatía como parte de su profesión, de modo que tras un éxito apoteósico es capaz de permanecer dos horas, con entusiasmo y virtuosismo cortesano, recibiendo parabienes, palmeando espaldas y repartiendo autógrafos y sonrisas por doquier. No es de extrañar que tal fantástica conjunción de cualidades y tan tenaz empeño en explotarlas hayan convertido a Plácido en un mito, capaz de reunir un cuarto de millón de personas en el Central Park de Nueva York o de recibir, en Rusia, un aplauso de 45 minutos de duración ("ahora en Viena, acabamos de romper el récord, porque con el Otelo el aplauso duró una hora y tuvimos que salir a saludar 74 veces").

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Claro que luego están las críticas. Porque Plácido Domingo no se limita a actuar abundantemente, sino que además graba disco de pop, y de tangos, y de villancicos, y hace cine, y canta el himno del Mundial, y hace un anuncio de Rolex para una revista americana sin que todo este trajín parezca ir en perjuicio de su voz (su vitalidad es asombrosa) pero sí quizá en perjuicio de su imagen: resulta incomprensible que una estrella de su categoría tenga esa aparente necesidad de estar hasta en la sopa. "Mira, hace veinte años, cuando empecé mi carrera, decían, buuu, Plácido no dura un año, con tanto trabajo como hace... Gracias a Dios, se ve que tengo la quinta marcha, que me ayuda a salir adelante. Porque que digan eso con el entusiasmo que tengo, y con lo que trabajo, y con la seriedad y el cariño con que llevo mi carrera... Yo creo que es una pregunta pasada de moda". Pero ¿por qué ir quebrantado de tiempo, mordido de prisas, sin resuello, de un estudio de grabación a otro, de actuación en actuación?: "Hay un lugar y un momento para cada cosa. Los discos que yo hago, por ejemplo, no me quitan ninguna energía ni tiempo para mis funciones de ópera; el disco de tangos, por ejemplo, lo hice estando en Buenos Aires y teniendo cinco funciones de Otelo, de las cuales se ha dicho que no se había visto nada igual en los últimos cincuenta años del Colón, con un éxito increíble y un Otelo mejor que el otro; y yo lo que hacía es que cuando acababa la función, me iba a grabar el disco".

Porque para un hombre como él, de fervor profesional tan sin fisuras, el final de una actuación es la plenitud: "Yo cuando termino una función es cuando mejor me siento, porque estoy lleno de vitalidad, es mi mejor momento, sobre todo si la función ha sido buena, y entonces si me voy a la cama, pongamos, a las tres de la madrugada, lo mismo me estoy tres horas sin poder dormir, pensando en la función y en lo que he hecho. Entonces lo que yo hacía con ese entusiasmo era irme después de la función al estudio y grabarme tres tangos, porque además estaba con la voz a punto, después de un Otelo tienes la voz caliente, gorda, de lo más apropiada. Y después a las siete de la mañana me iba a la cama y dormía todo el día". Es decir, que esa furia laboral incontinente es un resultado de la embriaguez del éxito. Pero, ¿y por qué hacer un anuncio de Rolex, o por qué interpretar un horrendo himno del Mundial, sin necesidad de ello?: "Yo me lo planteo todo, no dejo nada al azar, porque como comprenderás me han ofrecido diez o quince productos, para hacer publicidad y no he aceptado, porque me parecen cosas comerciales, y no como lo del Rolex, porque por ese anuncio lo único que han hecho ha sido regalarme un reloj, un reloj que obviamente me puedo comprar yo, o sea que...". Y yo me maravillo, me boquiabro, me admiro de que no haya cobrado nada, y entiendo aún menos el porqué de aceptar hacer publicidad: "Pues está claro, por comunicarme, porque anunciando un Rolex te comunicas, cuánta gente que no conoce a Plácido Domingo va leyendo una revista en un avión y se encuentra en el anuncio con un personaje al que no conocía, es abarcar un mundo nuevo".

Hambre de público

Y yo empiezo a comprenderle, empiezo a intuir su desaforada hambruna de público, o sea, que lo que usted pretende es que le conozca todo el mundo: "Exacto, eso es lo que yo quiero, atraer a un público mucho mayor, por eso lo de mis discos, que aparte de que me guste cantarlos, lo que quiero con ellos es llegar a un público mucho mayor, así es que no se me puede acusar de comercialización, porque yo hago las cosas por cariño, no por dinero; lo único que puede darme un dinero extra son los discos, porque por ejemplo lo del Mundial no me ha dado ni un duro. Que el himno sea de calidad o no, eso ya es gusto personal, pero tampoco vas a hacer un himno con música de Beethoven para el Mundial; tiene que ser una cosa que pueda cantarla todo el mundo...". Y con el himno, todos esos hinchas que ni siquiera saben que existe una cosa que se llama ópera conocerán a Plácido Domingo, a este Plácido que nació en Madrid hace 41 años, que a la edad de siete se fue a México con sus padres (que poseían una compañía de zarzuelas) y que, sobre todo, quiso ser torero y futbolista en su adolescencia. Pero terminó convertido en el número uno de la ópera, un género elitista y de iniciados que evidentemente se le quedaba chico a este Plácido cuya ensoñación puberal quizá fuera convertirse en un Maradona a quien los niños persiguen por las calles: hay desde luego una diferencia, y ésa es la diferencia que él está dispuesto a reventar. Y Plácido, que cree en Dios "sin fanatismos" y que siempre reza a Santa Cecilia antes de las actuaciones, completa su imagen con un espíritu de servicio, "porque el artista tiene el poder de que la gente se una".

Llega en estos momentos una cantante de ópera: "Oh, Plácido, te he visto desde lejos", gorjea en agudos, mirándole con el embeleso , de la profesional al ídolo, y mientras le habla le toca intermitente y levemente con la punta de los dedos, como si dudara de su existencia, como quien toca la estatua milagrosa de san Cosme. Y Plácido, que se ha levantado a saludarla, sonríe, despliega encanto, es amable y cariñoso con ella, del mismo modo que después, al des pedirse de Marisa Flórez, la fotógrafa, y de mí, nos da un beso en la mejilla y nos apretuja levemente los costados, no ya por simple coquetería, sino por responder una vez más al personaje del que es esclavo: a ese Plácido Domingo que parece manifestar una colosal, casi enternecedora necesidad de ser universalmente amado.

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