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Tribuna:Diez años después del escándalo Watergate / y 2
Tribuna
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Todavía quedan muchas preguntas sin respuesta

Una interminable investigación legislativa y un sinfín de procesos legales llevaron a más de trein ta personas a la cárcel y a un presidente de Estados Unidos a la dimisión. Pero, diez años después del robo -entrada ilegal en el cuartel general del Partido Demócrata-, el escándalo Watergate ofrece todo un campo abonado al misterio y a las preguntas sin respuesta. Richard M. Nixon pagó con el cargo su manipulación de la verdad en las citadas investigaciones; pero, diez años después, la verdad continúa siendo una verdad a medias, ya que muchas cosas todavía no han salido a la luz. Las preguntas, en este sentido, son interminables: ¿quién autorizó la campaña de espionaje sobre los demócratas?; ¿cuál era realmente el propósito de la misma?; ¿por qué Nixon grabó conversaciones que le implicaban?; ¿quién borró parcialmente las cintas?; ¿por qué Nixon no las destruyó completamente?; ¿estuvieron la CIA y los servicios de inteligencia implicados en el escándalo?; ¿qué pintaron Heriry Kissinger y Alexander Haig, a la sazón próximos asesores de Nixon, en el proceso?, y, sobre todo, ¿quién fue el misterioso Garganta profunda, que facilitó a la Prensa muchas de las pistas que sirvieron para unir los hilos sueltos y contradictorios?.

Desde que John Kennedy cayera asesinado en una plaza de Dallas (Texas) y el subsiguiente informe Warren aclarara muy poco sobre las razones que condujeron a su presunto asesino, Lee Harvey Oswald, a realizar el atentado, un número elevado de norteamericanos ha venido a engrosar las filas de los partidarios de la llamada teoría de la conspiración. Los fieles de esta curiosa teoría defienden que en Dallas había aquel histórico 22 de noviembre de 1963 varios asesinos, y que el establisment no quiso descubrirlos por alguna razón que es mejor mantener oculta.En el caso Watergate, la teoría de la conspiración se ha repetido, y son muchos los que argumentan que, pese a lo difícil que resultó sacar a la luz todo el ovillo, detrás del caso hay mucho más que, evidentemente, nunca se sabrá. A muchos se les antoja harto sospechoso que dos audaces reporteros, con todas las limitaciones que la Prensa tiene a la hora de trabajar, pudieran por sí solos descubrir datos y acontecimientos celosamente guardados en los despachos de más vigilado acceso de la capital norteamericana.

'Garganta profunda'

Lo cierto es que los dos reporteros, Bob Woodward y Carl Berstein, ambos con reducida experiencia profesional antes del 17 de junio de 1972, han reconocido, en los dos libros que publicaron sobre el caso (Todos los hombres del presidente y Los días, finales), que su labor hubiera sido la mitad de efectiva sin la desinteresada colaboración de una anónima fuente que ellos bautizaron con el nombre de Garganta profunda, en un simil de la pornopelícula del mismo título. Sus encuentros en calles y garajes apartados de Washington con la misteriosa fuente han cautivado la imaginación de millares de estudiantes de periodismo alrededor del mundo, y el truco de la fuente anónima ha servido a muchos periodistas para encerrar en el terreno del secreto profesional la identidad de fuentes que, muchas veces, lo que buscan es dar su interesada versión sobre temas controvertidos.

Por eso, si hay una gran incógnita en el caso Watergate, es la identidad de esta fuente, que puso a Woodstein -como se los llamó en una ocasión- sobre la pista acertada. Y sobre esta identidad hay teorías para todos los gustos. John Ehrlichman, uno de los dos más próximos asesores de Nixon, ha afirmado que tal Garganta profunda, nunca existió y que fue una manera imaginativa de los dos periodistas para pasar por información conjeturas basadas en detalles reales, aunque marginales o parciales. Otros señalan que tal fuente era John Dean, el abogado de la Casa Blanca que tuvo que recurrir a la Prensa para defenderse contra un intento de sus antiguos jefes para hacerle caer como el chivo expiatorio.

Las tesis más extremas son las que vinculan a la famosa fuente con el FBI y con la CIA. Ehrlichamn, por ejemplo, cuenta en su novela ficcionada The company que el Watergate no fue más que una maquiavélica venganza del ex-director de la CIA, Richard Helms, contra Nixon. Según su tesis, el presidente tenía en su poder información muy sensible sobre la participación de Helms en el intento de invasión de Cuba en la bahía de Cochinos, en 1961. Helms, que fue exiliado por Nixon a Irán, como embajador, y desprovisto del poder sin límites que supone la dirección de la CIA, aprovechó sus viejos contactos con la agencia para facilitar toda aquella información que le era perjudicial a Nixon.

Las vinculaciones con la inteligenciaLlevando al extremo este punto de vista, la misteriosa fuente habría sido un hombre con vinculaciones a la CIA cuyo poder se extendía al interior de la propia Casa Blanca. Hay un dato objetivo que respalda esta tesis. De hecho, el hombre que descubrió ante el Congreso -un tal Alexander Butterfield- la existencia de cintas magnetofónicas que contenían las conversaciones claves del despacho ovalado de la residencia presidencial sobre el caso, pasaba por ser una persona próxima a la CIA y, como tal, estaba encargado dentro de la Casa Blanca de la función de puente con la agencia.

La vinculación con los servicios de espionaje o policiales no termina ahí. Existe otra tesis que apunta hacia el FBI, y más concretamente sobre Mark Felt, un hombre muy próximo a Edgar Hoover (el mítico, eterno y maquiavélico director del FBI) c,omo la persona que intoxicó a los dos periodistas. Es factible, en este sentido, que el FBI dispusiera de información precisa en el caso, especialmente cuando se tuvo que contar con sus agentes parar.ealizar las primeras investigaciones, algunas de las cuales fueron detenidas por presiones gubernamentales dentro del Ministerio de Justicia.

El affaire Ellsberg

Mucho más intrincada es la teoría que apunta hacia Heriry Kissinger, el secretario de Estado de Richard Nixon y su principal consejero para asuntos de Seguridad Nacional, eufemismo que encierra la política exterior de Estados Unidos. El interés de Henry Kissinger -o su adjunto, el ahora se cretario de Estado, Alexander Haig- por facilitar información a la Prensa no sería otro que prote gerse a sí mismo contra posibles salpicaduras de una violenta ex plosión del escándalo. No hay que olvidar que Kissinger, según reconoce en sus memorias, llegó a ser íntimo de Nixon y, muchas veces, su confidente.

Asimismo, el ex-secretario de Estado tuvo una participación previa al Watergate en otro. caso de espionaje ilegal, en el llamado affaire Ellsberg. Kissinger presionó fuertemente a Nixon para que descubriera los autores de las filtraciones que se produjeron en los primeros años de la Administración sobre la guerra de Vietnam. Precisamente, el equipo técnico que participó en la investigación de estas filtraciones fue prácticamente el mismo que, meses más tarde, fuera descubierto colocando o retirando (aún no está claro) sistemas de escucha de la oficina central del Partido Demócrata en el edificio Watergate.

Hay quien supone, en este sentido, que si Kissinger aprobó tácitamente el uso de medios de dudosa legalidad para investigar algo que le concernía, podría conocer, al menos, que los mismos fontaneros estaban siendo utilizados para otros fines. Pero esta tesis no pasa de ser una mera suposición, y Kissinger se ha cansado de repetir que nada tuvo que que ver con el Watergate, su planificación o su posterior encubrimiento.

Lo mismo sucede con la supuesta intervención de Alexander Haig, que, de ser el adjunto de Kissinger, pasó a suceder a Bob Haldeman como el jefe del equipo de asesores de la Casa Blanca. Haig, dicen algunos, se encargó de preparar la atmósfera que convenciera al presidente de que la dimisión era su única salida. Con tal responsabilidad, el ahora secretario de Estado pudo estar implicado en el encubrimiento mucho más de lo que parece.

La estupidez del robo

Todas estas cuestioneses quedan, hoy por hoy, en el terreno de la especulación. De la misma manera que todavía es un interrogante irónico lo poco que se sabe seguro sobre las verdaderas intenciones que tenían los fontaneros cuando penetraron en el cuartel general demócrata. Howard Hunt, el superespía, ha señalado que lo que buscaban eran pruebas de una supuesta conexión de McGovern, el candidato presidencial demócrata, con Cuba, que aparentemente estaba financiando la campaña electoral. Pero esta disculpa es tan absurda como indemostrable la apuntada por otros medios, según los cuales el objetivo era conseguir información sobre las relaciones empresariales entre Lawrence O'Brien, presidente del partido, con el multimillonario Howard Hughes. Al parecer, lqixon tenía miedo de que O'Brien conociera detalles de alguñas contribuciones ilegales que Hughes había realizado a sus campañas previas.

En cualquier caso, el intento de robo en las oficinas demócratas se presenta tan estúpido como la decisión de Nixon de grabar sus propias conversaciones con sus más directos asesores, en las que claramente, y como luego se demostró, él mismo se incriminaba. El presidente, además, fue tan incoherente como para preservar dichas cintas antes de que su existencia saltara a la luz pública. Nadie le podía haber acusado, después, de destruir unas cintas cuyo contenido era privado y personal, ha apuntado, años después, Haldeman.

El misterio de las cintas

Nixon, sin embargo, prefirió conservarlas, en el convencimiento, según ha relatado en sus memorias, de que éstas demostraban su inocencia. Está claro que las cintas, sin embargo, probaban todo lo contrario, y así se explica el sorprendente gap o silencio que apareció en una de ellas, precisamente en una incriminante conversación de Nixon con Haldeman y Dean sobre el Watergate. El silencio se prolongaba durante 18 minutos y, según luego demostraron los técnicos que lo investigaron, el trozo fue borrado tan burdamente que hace sospechar que fue deliberadamente.

La explicación oficial señalaba que fue Rose Mary Woods, la secretaria personal de Nixon, quien lo hizo, por accidente, mientras las transcribía. La sospecha general apunta hacía el propio Nixon, quien lo había hecho, sin ayuda siquiera.de sus colaboradores, en el momento que las escuchaba de nuevo. La teoría continúa señalando que la acción de Nixon fue la de un hombre acorralado que, impetuoso ante lo que oía, perdió los estribos y procedió, imprudentemente, a hacer desaparecer la evidencia más incriminante. No hay que olvidar que, para entoces, la existencia de las cintas era de dominio público, y Nixon no pudo hacer lo que, según alguno de sus consejeros ha pensado después, tenía que haber hecho desde el principio: destruirlas.

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