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Tribuna:ESTAMPAS DE UNA DECADA
Tribuna
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Día del Corpus de Toledo

Manuel Vicent

En las campas de Toledo está el trigal, que es la eucaristías en grano, ondulándose, como la dorada túnica de la diosa Ceres, según sopla la brisa del amanecer. El Tajo baja contaminado con espumarajos de detergente; se aprieta allí con el rigor de un cincho sobre el vientre de Toledo, le constriñe las calles y le saca todos los huesos de piedra hacia arriba: las torres, los campanarios, las agujas labradas, contra un cielo de golondrinas visigodas que vuelan encendidas de costado por el primer sol. El cereal, con la cosecha ya granada, está abajo, y el Corpus Christi se celebra en lo alto de la ciudad. Es la antigua consagración del alimento asegurado. Después del Corpus, el cristiano se pone a segar. La nuestra es una religión nacida en el secano meridional, en medio del trigo y la viña mediterránea. Históricamente, el cristiano ha sacado sus calorías vitales de ahí, ha comido de eso toda la vida y, como es lógico, ha convertido el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Dios. Pero en la plaza de Zocodover, los turistas japoneses, que no son cristianos, comulgan un desayuno castizo.-¿Qué va a ser?

-Café con leche y churros.

-¿Y usted?

-Lo mismo, pero con porras.

En la fiesta del Corpus Christi, el vecindario de Toledo ha sido despertado con bombas reales y dianas floreadas. Antes de que el sol haya alcanzado el alero, en la plaza de Zocodover las terrazas de los bares están regadas, hay ajetreo de camareros, tintineo de cucharillas y los pájaros cantan en las acacias. Pasa una banda militar con tambores y cornetas hacia la catedral, los devotos se fabrican gorros con papel de periódico, suenan campaniles de convento, el pueblo llano hace cola en los lavabos de las cafeterías para aliviarse antes del espectáculo y uno imagina que a esa hora el cardenal primado estará ya sumido en la oración.A las nueve de la mañana, en Toledo hay un perfume de tomillo que te lija la nariz hasta el fondo de la infancia, y los toldos ciernen una sombra color azafrán con un matiz bizantino en las callejuelas, adornadas con guirnaldas de mirto, lámparas góticas, cruces de fuego, mantones de Manila en los balcones, macetas con geranios en las paredes, sedas con escudos brocados. Esta luz oriental, tamizada a través de los pétalos de rosa, huele a espiritualidad carnal y dora con un calor escalfado la carrera por donde luego pasará la procesión. Ahora, la alfombra de tomillo ya está macerada por la gente que va a misa y los pies levantan un aroma de salsa picante que te aturde el cerebro con un misticismo agreste.

Los muros de la catedral de Toledo están cubiertos con tapices y el sol extrae de ellos un deslumbramiento de hebra de oro, de hilos de plata. Bajo un tapiz, allí en la puerta del Mollete, donde antiguamente el clero repartía la sopa de la caridad a los pordioseros, hay un obrero en paro con una manta extendida en las rodillas para que los fieles puedan echar un pedazo de mala conciencia en forma de billete. El hombre lleva barba de tres días y tiene en los ojos una humildad de perro pachón. Hasta el momento ha hecho una caja de veinte pesetas en calderilla.

-Es muy triste tener que pedir.

-Sí.

-Y no quisiera convertirme en un ladrón.

-Claro.

-Soy un albañil sin trabajo, con cuatro hijos.

Desde el fondo de la catedral salen los acordes del órgano del Emperador y adornan musicalmente las súplicas de este mendigo laico con un motete eucarístico de Palestrina. El público invade el claustro, entra en el templo y allí le recibe una fresca penumbra de piedra puesta al baño maría por el amor de las velas votivas. Los turistas se pasean por las naves sobre tumbas de cardenales guerreros, llevan sombreros de te nista y las mangas del jersei atadas en el pe cho; van con la cara hacia arriba, mirando capiteles, arcos y cúpulas; meten la nariz en tre los hierros que cierran las capillas apagadas y preguntan por el tesoro a los sacristanes; pero en el altar principal, bajo el ascua del retablo gótico, está el primado ce lebrando la misa solemne del Corpus, y en el interior de la verja labrada, entrealmohadones de terciopelo y destellos de moaré granate que despiden los canónigos, se extiende el gran ceremonial.

La custodia se levanta, relampagueando en medio de una bruma de incienso, y los fieles, que llenan el espacio desde el prebiterio hasta el coro, cantan al amor de los amores, y un clérigo los dirige con mano blanda encaramado en el púlpito. El órgano suelta unos trallazos celestiales y parece que el crucero se abre en dos con una cascada de ángeles con flautas y tímpanos de oro. Por el altavoz se oye el ronroneo del oficiante, que habla de caridad. Los forasteros, los turistas y los estetas agnósticos se mezclan en la nave con la impedimenta de la procesión; se ven cogidos por el pasmo religioso de campanas y timbales de gloria, aunque no olvidan la tierra que pisan.

-Recuérdame que compre mazapán.

-Junto a Santo Tomé venden uno de almendra de la peladilla que es auténtico.

-Habría que llevarse también una espada.

-O un Greco de la sacristía.

Mientras la misa pontifical se deshace en cánticos y bendiciones, por las calles herméticas de la procesión desfilan cuadros de tambores y cornetas, majorettes bastoneando con golpes de rodilla bajo la falda de húsar, y el tomillo despide un polvo subyugan te recalentado por el sol. Los cadetes de la Academia de Infantería cubren. la carrera con el mentón aproado, los ojos fijos en la pared de enfrente y la bayoneta pelada. Pasa una comitiva de gigantes y cabezudos haciendo el ganso, precedida por la tarasca: un dragón verdoso, con una bailarina en el caparazón, que suelta agua por las fauces. Los reyes de cartón rozan los toldos con la corona y en el interior de sus faldas reniegan los costaleros.

-Oye, macho.

-¿Qué pasa?

-Que me ahogo aquí dentro.

-Sal a tomar el aire.

El costalero asoma la jeta, sudada por los bajos de Isabel la Católica, y abandona la garita de palitroques de la reina gigante, que queda varada en medio del callejón con la mirada yerta a ras de los balcones. A esta hora de la mañana, el sol de Toledo ya se ha encargado de poner las cosas en su sitio. El bochorno desploma una manta mojada sobre las cabezas del gentío, engatillado en los pasillos de la ciudad. El calor es una parte esencial del Corpus Christi, y antes de salir la procesión ha hecho su trabajo. Por todas partes se ven turistas y devotos con los carrillos encendidos, los poros dilatados y una rueda de sudor en las axilas. En la plaza de Zocodover, el público se abanica con el periódico bajo el campanazo de fuego, y allí hay un intelectual, frente a una cerveza, que habla de la Edad Media

-Esta ciudad, en la Edad Media era muy liberal.

-Cuando los árabes, ¿no es eso?

-Aquí vivían los judíos, moros y cristianos como cualquier cosa. Rezaban juntos dentro de las mismas paredes.

-¡Qué bonito!

-Después llegaron los Reyes Católicos con la rebaja.

-¿Y qué?

-En esta misma plaza montaron los catafalcos de leña seca, que ardía muy bien. Fueron varios siglos de chamusquina, hasta que no quedó un hereje. Esa es la puerta de la Sangre. Se llama así porque ahí rezaban los ajusticiados antes de que les tocara el turno.

Bajo el sol de mediodía, el pueblo abarrotaba la plaza de Zocodover. No se trata de un auto de fe, sino del gran espectáculo religioso de la procesión del Corpus, que unos siguen con devoción y otros sólo con un interés turístico, dándose aire a la papada con el periódico. Un altavoz anuncia que la custodia ya ha salido de la catedral, y en este momento se eleva por los aleros del callejón un cántico entreverado con gritos de golondrina: "Hostia pura,/ hostia santa,/ hostia inmaculada. / Seas por siempre / bendita y alabada".

Un piquete de la Guardia Civil, de gala, a caballo, con los sables soltando luces de acero sobre las chatarreras, abre el cortejo. En seguida aparece un señor con peluca del siglo XVIII y una pértiga de plata en la mano que da paso a una cruz alzada, tirada con ruedas, cubierto el carretón con pañería bordada. Viene ahora el pendón de los hortelanos, con espigas y frutos de la comarca y laúdes bajo el brazo, como una rondalla. La reata de niñas de primera comunión da la vez a un grupo de señoras matriarcales con peineta, mantilla y un clavel reventón en la oreja izquierda. Van rectas, apretando el hocico, con un cirio en la mano. Una bandade música con mucho metal toca una marcha lenta detrás. Pasan otros niños de blanco, y luego las banderas y guiones adornan a unos señores de paisano con la chapa de la Adoración Nocturna en el ojal. Esta es gente severa y el sol les saca brillo a los lóbulos sudados. Dobla la esquina la formación de los Caballeros Mozárabes, con hábito azul, cruces capitulares en las mangas, cordones y borlas amarillas. Siguen los Caballeros del Santo Sepulcro, con báculos, de uniforme blanco con capa y bonete de escarapela roja.

Un perro callejero, como en los grabados

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Día del Corpus en Tolredo

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antiguos, se ha aposentado en medio de la procesión y ni siquiera mueve el rabo cuan do está a punto de ser atropellado por una bandada de ángeles con alas de cartón que lleva pétalos de rosa en las cestas. Los infanzones de Illescas visten hopalandas rojas, usan golilla y sombrero de plumas. Después se hace ver el Capítulo Hispanoamericano del Corpus, con ornamentos verdes, presidido por el duque de Cádiz. Seminaristas de blanco, acólitos con candeleros, coros de infantes, clérigos con sotana y roquete, más cruces y frailes, clero catedralicio con capas pluviales y cirios, pajes con pelucas, turiferarios echando boca nadas de incienso que se mezcla con el olor a tomillo bajo el sol; un beneficiado tocando una campana de plata, y de pronto, en la plaza de Zocodover, sobre una carroza arrastrada por alguacilillos de jubón, calza negra y peluquín ladeado por el esfuerzo, entra la custodia con el Sacramento, y la orfebrería, miniada por Enrique de Arfe, brilla sobre las cabezas del pueblo con sus 5.000 piezas doradas.Esta custodia la mandó hacer el cardenal Cisneros con el primer oro que llegó de América. Y ahora el cardenal primado, Marcelo González, va detrás con las mano juntas en el pecho, con el ceño cruzado por una profunda oración, goteándole el sudor por la quijada. El pueblo no se arrodilla pero guarda silencio. Cruzan muy envara das las autoridades con chaqué, altos militares con medallas. Los cadetes rinden arma rodilla en tierra y las jerarquías andan muy tiesas entre maceros totalmente empañados, y la banda del regimiento toca una marcha que imprime a la comitiva un paso solemne hasta que el cortejo se pierde por el callejón sombreado de toldos con una luz color azafrán, adornado con guirnaldas de mirtos, lámparas góticas y paños con escudos de águilas imperiales. La procesión está cerrada: por un desfile militar.

Toledo es la puerta oriental de España; tiene un hermetismo bizantino. En el laberinto de sus calles siguen extasiadas todavía leyendas de venganzas árabes que recuerdan la crueldad del joven gobernador Yussuf ben Amrú, degollado en la mazmorra después de un motín cortesano, y la noche de los alfanjes largos, tramada taimadamente por su padre: para pasar a cuchillo a media ciudad. Aquí está el pozo amargo donde se ahogó la judía enamorada Raquel por los amores perdidos de Fernando, caballero principal, que fue abatido por un golpe de daga cuando se disponía a saltar la tapia del jardín de la amada. La calle de los Alfileritos está flanqueada por viejos caserones y palacios blasonados. Allí hay una hornacina con la Virgen especializada en recobrar novios perdidos. Aquella dama ilustre que tenía a su amante en los tercios de Flandes acudía allí a rezar para que lo licenciaran pronto y se pinchaba con un alfiler para no dormirse durante las oraciones. Ahora, las chicas toledanas van allí en busca de pareja. Una moza con ancas de potra se santigua.

-Y tú, ¿por quién rezas?

-Por mi chacho.

-¿Dónde está?

-Sirviendo en Ceuta.

-Pínchate y vendrá cumplido.

-Me conformo con un pase de pernocta. Corren leyendas de Cristos emparedados en los muros de las iglesias visigodas para ser salvados de la invasión árabe, historias de alarifes y lágrimas de rey moro, cuentos de judíos y donaires de cristianos. De hecho, Toledo fue en su tiempo de esplendor una ciudad crisol donde se fundieron tres culturas, y por aquí entró Aristóteles en Europa. Debajo de las crónicas terribles, llenas de mandobles en la cerviz, cadalsos, autos de fe, fogatas con hedor a carne de hereje, juicios de Dios, mazmorras con brujas en el potro de la tortura, pliegos de la Santa Inquisición y judíos huyendo con la manta al cuello, quedan las paredes de la antigua tolerancia, las mezquitas, las sinagogas y esta misma catedral, en la que rezaron juntos árabes y cristianos durante mucho tiempo. Toledo tiene una poderosa belleza seca; la osamenta cristiana se ha apoderado del aire con todas las puntas góticas contra el cielo, pero los sótanos y las golondrinas son orientales.

Con una adustez castellana, la procesión del Corpus baja por la callejuela emparedando pendones, próceres, clérigos, caballeros con capa entre la luz mórbida y el calor que revienta las miradas. La procesión entra en la catedral por la puerta Llana, de estilo neoclásico, por la parte meridional. Lentamente, sudando a chorros, se vacían. hacia la penumbra fría del templo monaguillos, estandartes, seminaristas, mozárabes, dignos representantes del Santo Sepulcro, severos varones de la Adoración Nocturna y todos los emblemas del catolicismo nacional. Las madres esperan allí a las niñas de primera comunión y las premian con besos sonoros que resuenan en la nave. Un paje de cinco años, vestido de cortesano de Luis XV, arroja la canastilla de flores sobre la losa y corre a encontrarse con su padre.

-Papá, papá.

-Rey mío.

-Me hago pis.

-Pobre angelito.

El dulce paje de ojos azules llevaba chorreando el calzón corto de satén. Le vino justo. En el cielo de Toledo truenan las bombas reales. El tamtum ergo se abre: entre el sonido de tambores, marchas triunfales y campanas. La custodia, seguida del cardenal, de las autoridades con borlas y los militares con medallas, entra sobre la carroza en la catedral.

Allí, detrás del ábside, un guía turístico capitanea a un grupo de japoneses. Les está enseñando ese altar barroco que llaman el Transparente, una gloria retorcida de mármol de Carrara y alabastro. En este momento, el guía les dice que esa obra es de estilo churrigueresco.

-¿Cómo?

-Churrigueresco.

-¿Y eso qué quiere decir?

-Se llama churrigueresco porque estas columnas parecen churros. No se puede negar.

El pueblo penetra en la catedral con grandes avalanchas para recibir la bendición. En la puerta del Mollete, el albañil parado sigue con la manta en el suelo y el cartel donde pone su mala situación. Algunos fieles le hacen caridad, aunque la recaudación de la mañana no se alarga más allá de doscientas pesetas.

-¿Cómo ha ido eso?

-Mal. Ya lo ve.

-Hoy es un día raro. La gente está distraída.

En el interior de la catedral suena el órgano triunfal, y por el altavoz, una voz sacerdotal recuerda al pueblo el amor a la eucaristía. Toledo huele a tomillo bajo un sol pastoso. Después de la procesión, por la calle de las Armas desfilan los cadetes camino de la Academia de Infantería y el público aplaude con entusiasmo. Unas monjas les lanzan besos desde un balcón. Cerca de allí hay un poderoso brazo de armadura que empuña una espada descomunal. Las fachadas están llenas de águilas bicéfalas. Los blasones del imperio cuelgan de las fachadas. Hoy es la fiesta del Corpus en Toledo. Y por la tarde torea Antoñete.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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