Más cerca de la guerra
EL DISCURSO de la "paz armada" que Reagan ha predicado a los europeos es tan antiguo como Veghetius ("quien desee la paz, que prepare la guerra"), tan actual como él mismo y esta fisonomía un poco más transigente, un poco más matizada, que se le ha ido haciendo en los dieciséis meses de poder, como si un cirujano estético le hubiera reducido las arrugas del pensamiento político. Reagan querría hablar hoy, al mismo tiempo, en términos de paz y de guerra. La semántica actual del lenguaje político deja bastante lugar para todos los equívocos. Pero un grupo de verdades considerablemente terroríficas se ha echado encima de cualquier gramática parda durante' el viaje de Reagan, durante las conferencias con los europeos. La "paz armada" es muy fácil de convertir en guerra ardiente: el espectro de un Líbano destrozado y de un mundo árabe a punto de estallido ha venido a superponerse a la imagen amarga de los 18.000 hombres que, de un lado y otro de los barrizales helados de las Malvinas, esperan la señal de acuchillarse, y a la de los iraníes, destruyendo la resistencia de Irak y atravesándolo para llegar a Líbano. No hay imágenes más elocuentes para representar ante los pacifistas europeos -manifestados insistentemente ante Reagan-, y ante cualquiera que se pare a reflexionar, que la guerra por antonomaisia -la grande, la de todos- puede pasar por delante de las negociaciones en cualquier momento. Una encuesta en los siete países que se reunieron en Versalles en torno a Reagan muestra que el 58% de los ciudadanos de Canadá, el 55% de los de Estados Unidos, el 54% de los japoneses, el 50% de los italianos, el 48% de los británicos, el 41% de los franceses y el 40% de los alemanes creen en el aumento del riesgo de una tercera guerra mundial. Podemos sumar nuestro porcentaje a estas mayorías, lo cual es especialmente inquietante en el momento en que España ha elegido tomar partido en esa posible guerra, cuando Calvo Sotelo expresa su autosatisfacción en la cumbre de Bonn, que le aplaude y dice que ha cumplido la promesa que hizo hace dieciséis meses, cuando llegó al poder.Reagan, sin embargo, se mueve a gusto entre las noticias de las guerras, como una procelaria entre las tempestades. La más tonta de todas le ha valido la sonrisa de la reina Isabel y el brazo de la señora Thatcher para entrar en la sala de Bonn; ha recibido espléndidos regalos verbales. No es el menor el del canciller Schimidt en Berlín -la ciudad a la que cada presidente de Estados Unidos debe hacer una peregrinación una vez en su vida- cuando le explicaba lo que estaba pasando en torno: la enorme manifestación de los pacifistas en una ciudad que sabe mucho de guerra y de paz, de tensiones y ansiedades. Schmidt le ha dicho que gracias a sus soldados -los de Reagan-, estos pacifistas tienen la suficiente libertad como para manifestarse contra él. La semántica tiene siempre grandes hallazgos para describir las situaciones más enojosas.
Reagan ha venido a Europa a presionar a los europeos para que se asocien con él en su cruzada contra la URS S. Ha encontrado las reticencias habituales, rutinarias; quizá un poco más débiles, en vista de que, en efecto, la URS S se ha precipitado a ponerse, en cada caso, en cada guerra, en el lado contrario al de Europa. Pero además hay un festival militar con fuego real que está mostrando todo lo que pueden las armas; cómo se precipitan en un momento dado contra los hombres y cómo, según Reagan, la mejor solución es pertrecharse mejor para contrarrestarlas -para que no se disparen- y, al mismo tiempo, negociar el desarme. Parece que tiene razón cuando afirma que "después de diez años de incertidumbre y perturbaciones en las relaciones entre los aliados y nosotros, hay hoy mismo un renacimiento de la unidad y de la resolución". Es un poco exagerado. Pero siempre las proclamas de cruzada han sido exageradas.
Sin embargo, los fantasmas de Versalles y los de Bonn están unidos. Las tres brujas de la inflación, el paro y la recesión -consideradas como consecuencia de lo que se llama reaganomics en el burlón lenguaje de Washington- forman parte de la misma política de contención de la URSS que el lenguaje bizarro y castrense de Bonn: no hay que comerciar con la URS S, no hay que prestarse a su gas siberiano, a menos de quedarse sin las tropas americanas -y quien dice tropas dice armamento- estacionadas en Europa, sin las cuales los pacifistas estarían pacificados. La tesis es que, si los soviéticos necesitan un estímulo económico para transformar su sociedad y para descender su agresividad, pueden transferir el dinero que gastan en armas a mejorar su economía (es una idea oficial americana: de Lawrence Brady, subsecretario de Comercio). Y si los europeos necesitan incrementar sus ingresos, necesitan ayuda para salir de sus crisis, no tienen más que aumentar su armamento, su disposición de combate.
La idea de que estamos más cerca de la guerra parece indiscutible, sin que esa aproximación quiera decir inexorabilidad ni inmediatez, pero también sin descartarlo. Siempre ante la proximidad de la guerra -por lo menos, en las dos de este siglo y en la "fría" eternamente renovada- Europa se aproxima a Estados Unidos. Reagan puede volver con satisfacción a Washington: a pesar de las rutinas, todo le ha ido un poco mejor de lo que esperaba.
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