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El más prolífico y contradictorio de los realizadores modernos

El mayor asombro del cineasta Rainer Werner Fassbinder se produce, lógicamente, por la fertilidad de su trabajo. A los veintiocho años había realizado ya veinticinco largometrajes. En cinco años dirigió veinte películas y diez obras de teatro; una filmografía que pocos pueden establecer con rigor, porque, con frecuencia, filmó también para la televisión alemana películas que deben formar parte de la relación de su obra. "No es posible", han escrito muchos, "que una producción tan abundante permita la reflexión que debe acompañar a la calidad".Sin duda, Fassbinder no era un hombre reflexivo, pero sí un cineasta con talento. Apasionado antes que exquisito, rebelde más que revolucionario, contradictorio y no sereno, volcó en sus películas la irritación que le producía el mundo en que vivía, en que vivimos.

En sus primeros títulos se acercaba con pesimismo a la contemplación de cuanto, a él mismo, le impedía desarrollarse en libertad. Su marginación social le hizo entender la realidad de su país de una forma crispada, pero con la lucidez que nunca tendrán los conformistas. Más tarde, aportó una perspectiva política que no podía satisfacer tampoco a quienes creen en la ejemplaridad de las virtudes del resurgir económico y social de Alemania Federal. Fassbinder denunció la corrupción y el totalitarismo con tanta desesperación como admirable honestidad.

Un moralista diferente

No dudó en utilizar su propia biografía como forma de acercamiento al análisis del entorno (quizá no sea análisis la palabra más adecuada para definir su trabajo; en Fassbinder pesaba más un vivo temperamento, tamizado por la inteligencia). Se ofreció como actor en varios de sus títulos, interpretando, como en Alemania en otoño, al homosexual que intenta vivir en pareja mientras el terrorismo, en la calle, va adquiriendo una significación que no puede eludirse. Esa vida privada del director ayudaba a sus enemigos, poco capaces de valorar la sinceridad, la vehemencia, la crispación con que moralizaba.

Porque Fassbinder era un moralista que odiaba la ley y el orden, la sociedad de consumo, el amor con claves establecidas. Rara vez aplicó a sus películas el sistema de finales cerrados que convencieran al espectador; dejaba en su lugar la posibilidad de varias interpretaciones que obligaran a una reflexión posterior. ¿A quién, por ejemplo, se destinaba el disparo último de El asado de Satán, que el espectador oye pero no ve? Quizá a la hija minusválida del matrimonio burgués que encuentra en ella un error de su sistema; quizá, por qué no, a sí mismo. ¿Quién era, por ejemplo, el responsable de la decepción final del pobre obrero de La ley del más fuerte, seducido por un aristócrata que le maneja al servicio de sus intereses?

La clave: el melodrama

Apasionado del cine, Fassbinder pagó la cuota de su afición reafirmándose en géneros consagrados. Los primeros títulos de su filmografía (Los dioses de la peste, por ejemplo) rindieron tributo al cine negro, de la misma forma en que Godard también lo había homenajeado. El melodrama, sin embargo, fue la clave del cine de Fassbinder, una vez que pagó brevemente su vinculación con el nuevo cine europeo de los conflictivos años sesenta.

En él se inspiró Fassbinder, aunque colocando, frente a los esquemas dramáticos del germanoamericano Douglas Sirk, los espejos objetivadores de Bertolt Brecht. (Desesperación, una de sus últimas películas, tenía en un sinfín de espejos a su auténtico protagonista).

El origen teatral del director también se prolongó a su cine, y no sólo por su adaptación de obras escritas para el escenario (como la espléndida versión de Las amargas lágrimas de Petra von Kant, con la que comenzó a ser realmente conocido en España), sino porque toda la vitalidad del teatro clásico alemán fue asumida por el joven cineasta, capaz de dramatizar, con ese contradictorio bagaje, de una forma personal y quizá irrepetible.

Su vida privada sufre también los avatares de cualquier estrella del cine. Su nuevo romance saltaba a las páginas de los periódicos o una eventual relación con la droga se extremaba de forma inusitada. En ocasiones, parecía más importante lo que Fassbinder decía o realizaba en su vida íntima que la agresividad de sus películas. Se dio más importancia, por ejemplo, al texto que iniciaba la proyección de La tercera generación que a la inquietante visión del terrorismo que la película contenía. Fassbinder dedicó aquella película "a alguien que sepa amar, es decir, posiblemente a nadie".

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