Teatro bonito
La cacatúa verde, de Arthur Schnitzler.Intérpretes, compañía del Atelier Théatral de Louvain-la Neuve, alumnos de la escuela teatral y del Instituto de Artes y Difusión. Decorado de Ives Cassagne, vestuario de Jan Skalicky, música de Jan Hapka. Dirección,
Otomar Krejca.
Estreno, 1 de junio de 1982. Teatro Español, del Ayuntamiento de Madrid.
Schnitzler escribió su teatro entre fines del siglo pasado y principios de este. Era una época divertida y alegre en Viena, y Schnitzler contribuyó a ello con unas comedias alegremente desvergonzadas, críticas, un poco cínicas. Con algunos toques vagamente filosóficos. Un teatro excelente en su medida: ha traspasado el tiempo, ha llegado al cine -buen cine: Liebelei, La ronda- y a los grupos teatrales con preocupación intelectual.
Una de sus obras es La cacatúa verde, y uno de esos grupos es el Atelier Théatral de Louvain-la Neuve, traído a la llamada programación especial del Español de Madrid para el mes de junio. Una compañía abundantísima, nutrida, además, por los alumnos de su propia escuela. El director es un checo, Otomar Krejca, que tuvo importancia en Praga, y que perdió la protección oficial después de la experiencia de Dubjek; se exilió, y está reconocido como uno de los directores, importantes de Europa. Quizá el material humano que maneja en Lovaina, quizá su propio carácter, no nos han permitido verle en Madrid en lo que pueda considerarse su gran teatro. Lo hace, eso sí, bonito. Un decorado enteramente negro, con una iluminación peculiar -apenas unas lámparas que penden sobre la escena- y unos trajes de mucho color. Su sentido de lo bonito le hace componer grupos, congelar algunas escenas, detener la acción, producir efectos de coro.
Lentitud y peso
El resultado es lentitud y peso, gravedad, en una obra hecha para la ligereza; carga significativa en las frases -énfasis-, en lo que debía pasar como una pluma. Actores y alumnos dan la sensación de estar como apelmazados. La intención prepirandelliana del autor era el juego entre realidad y ficción, la dificultad de distinguir lo que pasa y lo que se finge, y la sutil mezcla entre una cierta imagen del hampa y una cierta imagen de la aristocracia, situado, todo ello -para alejarlo un poco de su entorno-, en un café-teatro de París el día de la toma de la Bastilla. (Andrés Amorós recordaba Un drama nuevo, de Tamayo y Baus, estrenado años antes: no le faltaba razón). Krejca, a mi parecer, pierde esa sutileza, quiere hacerlo todo demasiado ostensible, demasiado evidente: quizá con la sana intención de que lo entienda el público internacional de hoy, que no tiene las claves vienesas de hace más de ochenta años.La interpretación tampoco es brillante. Ya se sabe que en todo el mundo, cuando los actores interpretan papeles de actores, los exageran movidos, sin duda, por la traición del inconsciente, que les hace pensar en lo teatral como histrionismo. El director ha acentuado esa manipulación de los personajes; el resultado es excesivamente retórico. Escapa un poco a todo eso José Jolet, en el papel del que está en el secreto, del que organiza y dirige; un papel frecuente en Schnitzler y en un cierto teatro centroeuropeo (el que Kantor se reserva a sí mismo); fue también el aplaudido con más justicia. La noche termino con aplausos y algún bravo, pero sin verdadero entusiasmo.
Babelia
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