Allá en lo alto
Hemos subido cientos, miles, una barbaridad de escalones, cada vez más alto, altísimo. Ya llegamos a la luz, pero en una galería que aún no es la plaza, gente experta y de rostro impasible te comunica con desinterés que, efectivamente, has perdido el primer toro. Y en esto pasa como en la ópera, si llegas tarde, no entras. Sólo que en el Real hay unas televisiones y unos altavoces para que el personal clásico pueda compensarse. Saben cuidarse.Aquí, por contra, sólo escuchas unos famélicos olés, unas palmas de porque sí, una bronca tonante. "Están en los caballos...", dice uno, y añade: "Es que hay mucho sádico con lanza". Hacia la calle, fianqueadas por un río lleno de coches y rodeadas de chiringuitos alimentarios, unas niñas juegan a la goma. A su lado, un policía medita si multar o no a las dos docenas largas de motocieletas que han aparcado sobre la acera y bajo explícita placa. Menea la cabeza y, con el mejor ánimo ciudadano, se dirige a otros menesteres más importantes. Un hombre con criterio, es de agradecer.
¡Qué bárbaro! Aquí, en lo más barato, miras al sol de tú a tú, eres la concreción última de la humanidad que se extiende a tus pies y, como Júpiter, estás en lo alto y puedes mirar hacia abajo. Agradable sensación.
Te instalas, pues, entre una pintoresca grey que incluye empleados de banca, un ebanista, una señora chillona, varias parejas de novios, unos cuantos viejos serios y una pareja también mayor que viene trajeada de peineta y gorila, como de domingo, pero en martes. A todo esto, se va esfumando el primer ramalazo poético, que da paso a un calor sin remisión. El sol es mucho para tus ojos y el desierto del Sahara se imagina más húmedo. Sufres. Por suerte, el martirio ayuda al poema y atrae el milagro, de modo que, al igual que otras tardes, una nube serrana se establece frente al sol cegador, poniente y perverso.
Pero ya hay un señor en medio de la plaza. Con un gran cartel y un número enorme: ¡540! kilos, se entiende. ¡Para qué tanto? Pues para que nada más salir al ruedo no pueda con el viaje y al primer capotazo nos implore perdón de rodillas y desde los medios.
Uno es nuevo en esto, pero ha leído el Cossío y ha visto la televisión en compañía de expertos. Iba, por tanto, en busca de lo intuido y de lo recordado. Bueno, pues no. Quiero decir que allí no se percibía para nada aquello de la dirección de lidia, que allí había un gallinero de lentejuelas, que al picador tanto le daría desriñonar al toro desde un camión y al berbiquí, que los quites son cosa de fábula, que las banderillas se abandonan con más oficio que arte, que la muleta es un trapo sin magia incapaz de imaginar más de cuatro vuelos frente al toro. Y que para matar como se mata podríamos hacer de portugueses y ahorramos la escabechina.
Y así, la corrida discurre en un bostezo. Y el interés del novato se dirige compulsivamente hacia los bocadillos que los expertos hacen emerger con mano diestra del albal. Unos expertos, que rara vez gozan, que confiesan venir aquí, tarde tras tarde y año tras año, con la única esperanza de aburrirse un poco menos y la justificación superior de estar dando su tiempo a la causa. Les queda el gusto de que a ellos, por lo menos, no se la pegan, pero la confrontación con la realidad, con esta realidad, aburre. ¡Vean si no cuán ingenuamente se alborozan los turistas en la plazuela de Benidorm! ¡Cómo disfrutan! No, Madrid sabe y, porque sabe, hoy bosteza. Es seguro que esta gente recibirá algún día su mesías, su redención y su premio. Hoy por hoy, la verdad, parecen penitentes.