Viaje iniciático al Nilo
Abajo estaba El Cairo con un hedor bíblico batido con excrementos de plástico, un barullo de pollinos y coches atascados pitando, diez millones de árabes tirados por las aceras con mierda hasta aquí y el sol que ponía a hervir aquel basurero. Ese mismo sol, ya convertido en un dios elegante, doraba el césped de la piscina del Mena Hause Oberoi, el hotel más fastuoso del mundo, al pie de las pirámides de Gizéh, donde yo me bañaba hecho un pachá de tarjeta de crédito. Allí en la piscina vi por primera vez a aquel ser gordito, con su cabeza color calabaza y la voz nasal de pato de Texas, que a simple vista parecía un turista más en taparrabos, con la tripa blanca y un monóculo de platino engarzado en la ceja izquierda. Tampoco era raro que su tumbona estuviera siempre rodeada de espléndidas muchachas como un anuncio de Martini que atendían a cualquiera de sus gestos y de señoras maduras que lo acariciaban con la sonrisa.El hotel Mena House es un recinto extraño. Por allí pasan marajás de la India, reyes negros con colleras de oro macizo, magnates del petróleo, jeques del desierto con chilabas de seda pura y turbantes de plata. Imaginé que aquel gordito podría ser un americano con cien millones de dólares a flor de piel. Estaba en un error. El tipo en su primera encarnación había sido sobrino carnal del faraón Amenofis IV. Pero eso lo supe algunos días después, cuando le vi oficiar de gran sacerdote entre las ruinas nocturnas del templo de Luxor en el alto Egipto. Ahora estaba rodeado de beatas en bikini y bebía coca-cola como un simple mortal, a doce kilómetros de las moscas de El Cairo. La ciudad se extendía allá abajo con todo el fragor tercermundista, bañeras con ruedas tiradas por asnos que transportaban vacas descuartizadas en carne viva plagada de insectos, una polvareda del desierto cubriendo una cochambre caótica, hamburguesas de camello servidas por una multinacional, perros muertos entre desechos de automóvil, todo eso que se lee en las historias de terror económico.
Era media tarde. En El Cairo el esplendor del crepúsculo dura poco, el sol cae de repente sobre el desierto libio, y desde allí la sandía abierta perfilada en el vaho de arena enciende las tres pirámides y el lomo de la Esfinge. Uno se siente sumido en la profundidad de los siglos donde Dios, la basura, el lujo y el misterio de los símbolos se dan la mano. Hay que estar preparado. En la piscina del hotel, aquella muchacha dejó el zumo de mango en el césped junto a la hamaca y sonrió al joven rubio, un negro húmedo con chilaba, que también pertenecía al equipo del sacerdote gordito de Texas. El negro se acercó a la chica, y por lo visto los dos sabían lo que había que hacer. Ella cerró los ojos y extendió los brazos con las manos abiertas. El tipo posó sus palmas sobre las de ella, y la pareja quedó conectada en una especie de oración muy profunda.
-¿Qué hacen?
-Se transmiten energía.
-Eso parece.
-Ella ahora está repostando. El negro es el surtidor. Desde la tierra sale un fluido magnético que atraviesa el cuerpo del donante, y a través de los brazos pasa al depósito de la chica.
-¿Y en qué piensan?
-Seguramente en algún Ramsés.
La muchacha rubia y el joven rubio estuvieron enganchados más de media hora con los ojos cerrados, el cuerpo astral en carne viva, respirando hasta los tobillos, mientras el sol se iba por la raya de Libia y comenzaron a cantar los setecientos minaretes de El Cairo. Finalmente ella se desconectó del negro con un suspiro de felicidad. Ya tenía la batería cargada.
-¿Okey?
-Yes. lt's all right.
En El Cairo hay algunas cosas que ven los turistas, por ejemplo, el lugar donde el niño Moisés fue salvado de las aguas, que coincide exactamente con la fuente del camino en que bebió la Virgen María y con la casa alquilada por la Sagrada Familia durante su exilio de tres meses a Egipto cuando huyó del plan pedagógico de Herodes. Los tres recuerdos están incluidos en la misma iglesia bizantina que huele a sebo medieval, en la penumbra de lámpara votiva, con cuatro árabes roncando al fresco de las pilastras y algunos gatos que se encaraman en un túmulo de alabastro lleno de cirios, allí en el barrio viejo, bajo la jurisdicción de los coptos. También es casualidad que San José fuera a apearse del pollino 1.500 años después en el punto preciso de matorrales de papiro donde atracó la canastilla de Moisés. Seguramente sería para que el día de mañana las agencias de viajes pudieran enseñarlo todo junto en media hora a los turistas sudados, que arrastran los pies, jadeando con la lengua fuera.
-Yo también soy cristiano.
-Hace usted muy bien.
-¿Quiere un escarabajo?
-No.
-¿La llave de la vida?
-No.
-¿El collar del dios Horus?
-No.
-¿Una momia?
-Quiero una botella de agua mineral sin gas.
Los vendedores ambulantes meten por la nariz de los turistas faraones de plástico, collares de roca, jeroglíficos, cruces de la vida, cartuchos con enigmas, dioses de todos los tamaños y escarabajos de la buena suerte. Aquel es un barrio cristiano, y las mujeres visten túnicas negras y son anchas como carrozas con polvo en las pestañas y moscas en la boca, que se arrastran con una dignidad misteriosa por aquella pocilga destartalada.
En El Cairo, los turistas también pueden ver la ciudad de los muertos, hoy perfectamente habitada por una densidad de gente que ha asaltado las tumbas y vive dentro de ellas con un transistor de almohada. Egipto es un país muy funerario, y esto de la muerte se toma con naturalidad. Antiguamente, los faraones no tenían otra cosa que hacer. Desde el mismo día en que subían al poder su único plan de gobierno consistía en excavar su propia sepultura en la raíz de un monte, cuanto más profunda mejor, o en levantar una pirámide como un gusano con ínfulas de inmortalidad que trenza un intrincado capullo de piedra para meterse allí con la merienda a salvo de los ladrones. Los salteadores de tumbas eran la izquierda de entonces, una organización que abría sarcófagos con palanqueta o destripaba momias o daba golpes económicos en las cámaras funerarias como hoy se atraca un banco. El autobús de turistas cruza el polvo de este cementerio inacabable, donde las fosas realmente son viviendas unifamiliares con una antena de televisión en el tejado. Dentro se ven bultos de chilaba espatarrados en el suelo entre cabras y sillones Luis XV, burros filosóficos en estado de ebullición y excrementos de automóvil. Sobre un túmulo de yeso mugriento hay un televisor a color funcionando. Suena una música conocida.
-Eso es Dallas.
-Ahí está JR.
-También aquí hará de las suyas.
-O peor. Con esta chicharrina de 45 grados a la sombra de un camello el hombre estará más cabreado.
-Y con razón.
-Lo más seguro.
La respuesta milenaria
La familia, las cabras y el pollino parecen felices dentro de la sepultura contemplando la perfidia de JR o de otro pájaro similar. El autobús sigue ahora por la ruta de las mezquitas, de la Ciudadela de Saladino, del bazar Khan El-Khalili y desembarca a los turistas en manada entre una inmensa aglomeración de cacharros y alaridos en las callejuelas abarrotadas de árabes tumbados a la bartola. Hay un sol aterrador en los tejados. Esta es la luz de oriente. Alá en persona planea a ras de las neuronas y en las tiendas se expande un sopor de alfombra, que puede hacerte estallar las sienes. Cumpliendo las normas del perfecto turista, en El Cairo hay que visitar tumbas, mezquitas, bazares, el vestíbulo del Hilton, el tesoro de Tutankamon y otras piedras sagradas en el museo, sarcófagos, papiros, bajorrelieves, dioses de oro con cabeza de chacal, de vaca, de cocodrilo, sacerdotes de perfil, todo eso que viene en la guía. Atravesando la turbulencia del tráfico también es obligatorio ir hasta Menfis para hacerle algunas preguntas inconfesables a la esfinge y contemplar a un Ramsés de 4.000 toneladas de granito, que tiene un nido de golondrinas en un sobaco y está echado en el suelo como si fuera un musulmán de este año, aunque lleve cuarenta siglos allí Después uno puede asarse vivo al pie de la pirámide escalonada de Saqqarah, en pleno desierto y sorprender a un búho de ojos deslumbrados, que observa desde lo alto de la mastaba cómo los forasteros no iniciados caen abatidos sobre la arena apuntillados por el sol.
-¿Cómo andas de cuerpo astral?
-Regular.
-Espera que llegue el mediodía, cuando el dios Horus te pegue en la vertical del cráneo.
-¿Qué pasa entonces?
-Verás el jeroglífico del destino descifrado en tu corazón.
-¿Cuánto hay que pagar?
-Eso aquí se regala.
Confieso que he ido a Egipto sin ánimo turístico. No siento ningún tipo de fetichismo por las piedras antiguas ni experimento placer entre ruinas. Creo que una pequeña pasión es más importante que todos los monumentos de la tierra, incluyendo los más sagrados, los de columnas más gordas. He viajado a Egipto simplemente para encontrar mi destino, cosa que hoy está muy de moda. En aquel país todo lo que concierne al más allá es un asunto muy prosaico y puede comprarse en los tenderetes del ramo. No es necesario molestar a la Esfinge de Gizéh con preguntas raras. Basta con mirar a cualquier fulano que fuma un narguilé en el interior de un bar cochambroso para vislumbrar que en el iris de sus ojos tiene una respuesta milenaria para tu enigma. Después de esto la presa de Asuán no es nada, sólo un paredón de cemento, que han levan- Pasa a la página 14 Viene de la página 13 tado los rusos. La tumba de Aga Khan es una horterada de nuevo rico a la que hay que llegar encaramado en la chepa de un camello. En Asuán está la isla Elefantina, el templo de Filae, las riberas del Nilo pobladas de nubios, que tocan el pandero y cantan melopeas ancestrales mientras te llevan en una barca de vela en busca de unas piedras gordísimas, llenas de geroglíficos. He ido a Egipto para ver si con un poco de suerte resulta que en mi primera encarnación yo era hijo bastardo de Ramsés. Allí puede pasar cualquier cosa.
Al atardecer, por las galerías de los templos corren almas en pena de faraones buscando un cuerpo moderno en que posarse. Hay que estar preparado, como esa chica americana, de ojos verdes, que a la sombra de una columna ptolomeica en una isla de Asuán hacía meditación trascendental sentada sobre el aspa de sus patas y el cerebro puesto tres milenios atrás. Existen dos clases de viajeros: los que buscan recuerdos y los que encuentran su alma. Aquella chica americana estaba a punto de ser fecundada por un faraón. No había más que verla.
-¿Crees que será niño?
-Del vientre de esa chica puede salir Anubis con cabeza de chacal o un pequeño dios con los cuernos de la vaca Hatur.
-O el mismo Osiris en persona envuelto en un papiro.
-Tal vez.
La bajada por el Nilo en barco es un viaje iniciático. El barco está dedicado al dios Horus y realinente realiza una travesía por toda la Biblia abajo desde Asuán hasta Luxor. En las rilberas del Nilo se ven estampas que no se han movido en 4.000 años. Allí está el mismo camello dando vueltas a la noria, el fellah arando con un cebú, el pollino cabalgado por un joven nubio y detrás de la huerta adornada con palmeras brilla el desierto hermético con las dunas abrasadas como senos de novia. A un camello muerto e inflado de cuatro días lo arrastra la corriente, y los templos, las tumbas y los héroes fenecidos ilustran las dos orillas. Es normal que los antiguos egipcios pensaran que el sol era un dios. En el horizonte pelado del desierto el sol se levanta cada mañana como una realidad implacable, que aplasta todas las cosas con una luz terrorífica en su viaje triunfal por el cielo nítido.
-¿Cómo andas de cuerpo astral?
-Mejor.
-Espera a que caiga aplomo sobre tu alma.
Efectivamente llega un momento en que el sol se apodera de tu cuerpo y comienza a fundirte los cartílagos. Entonces el interiorse te pone a hervir y los posos más profundos e inconfesables de tu pasado sueltan destellos. Al mediodía cualquier alma está despellejada. Es peligroso. Al pie de una columna puedes confesar. Pero ahora, en la cubierta del barco, bajo una sombrilla, se está bien, tomando el té, cuando la tarde ya se macera por la parte contraria del desierto y el aire coge una dulzura de melocotón. El templo de Kamak con la avenida de esfinges con cabeza de carnero, el valle de los Reyes perforado de tumbas, que en las entrañas de la tierra tienen grabado tu nombre desde hace 4.000 años, eso es muy interesante, pero había que buscar algo más. Y lo encontré.
Fue en el templo de Luxor, ya de noche, entre sombras de dioses de granito y columnas de una majestad fascinante. Entonces vi avanzar por un corredor lentamente un coro de brujas con un cirio encendido. Llevaban una túnica blanca y la melena hasta los riñones. Algunas eran viejas enormes y blandas y tenían la mirada de gelatina. Otras parecían jóvenes, de una belleza misteriosa, y la luz de las velas proyectaba sus figuras contra las losas, contra los grandes faraones de piedra. Caminaban en silencio siguiendo un pelirrojo con chilaba bordada en oro, que llevaba un birrete sacerdotal en el cráneo, también de oro, y un bastón de mando con los símbolos de la suprema autoridad. Un nubio iba en el coro y maceraba una pasta en un cuenco. Otro criado musulmán venía detrás con unas cajas de botellas de agua mineral. El guarda del templo conocía la ceremonia de otras veces.
-¿Quiénes son?
-Gente que desciende de los antiguos faraones.
-Parece que se lo creen.
-Son de verdad. No lo dude.
Al acercarme al coro de brujas descubrí que el sacerdote de Osiris que dirigía la ceremonia era aquel gordito rubio de la piscina del hotel Mena Hause. Primero el coro se puso en círculo a la entrada del templo con los cirios encendidos, mientras el sacerdote leía unas oraciones del Libro de los muertos. Luego las brujas se emparejaban entre ellas en dirección a Oriente. Una ponía la llave de la vida contra el lumbar de la otra y la mano en la cabeza. Y así permanecían en silencio transmitiéndose flujos. Después avanzaron hacia lo más hermético de las piedras, sagradas hasta llegar al podio donde antes estaba la barca del faraón. Allí se lavaron los pies mutuamente con agua mineral y se ungieron el calcañar con la pasta de cieno con extraños minerales preparada por el diácono nubio. Finalmente entraron en la habitación del dios y allí el gordito americano se miró sonriendo en los ojos de cada bruja y les dio un beso vital entre murmullos de ardor, gemidos de felicidad y jadeos de un placer antiquísimo. Allí los dejé, mientras llamaban a voces al dios Osiris, como si fuera alguien de la familia.
-Esta gente cree que el origen de la vida está aquí. Hace miles de años ellos vivieron en este lugar. Eran parientes del faraón Amenofis IV.
-¿Tienen alguna prueba?
-Llevan un jeroglífico en la frente. La vida se desarrolla en ciclos y el punto inicial comienza en este santuario. Piensan que en la próxima vuelta volverán a encarnarse en sus antepasados, que son ellos mismos.
-A ese sacerdote le he visto yo beber coca-cola.
-No importa. Le aseguro que es sobrino carnal de un faraón.
Es un lujo a su alcance. Si desea sacarse el cuerpo astral a flor de piel y decidir si un día fue usted cocodrilo en el Nilo, escarabajo sagrado, cobra real, buitre del desierto, sacerdote de Isis o mujer legítima de un faraón no es preciso viajar hasta Egipto. Vaya al templo de Debod, que está más a mano, en el paseo de Rosales, y haga meditación trascendental contra esa piedra. Tiene las mismas vibraciones. O escoja una pareja a su medida y pose sus manos sobre las de ella con los ojos cerrados y haga un trasvase de energía. A mí me lo hizo una bruja en las sombras nocturnas del templo de Luxor. Y descubrí que era hijo de Ramsés. No esperaba menos.
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