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Reflexión desde la Zarzuela

Fernando Savater

Querido G.: perdona que te conteste por medio de una carta abierta, pero puesto que la alarma que me notificas fue provocada públicamente, así debe ser también la reparación. Según me cuentas, cuando algún maliciosote informó de que yo había ido "a la Zarzuela" creíste, en primer término, que se refería al teatro del mismo nombre y que me contaba entre las arrobadas víctimas del hechizo canoro de la Caballé. Después, con dolorido asombro, supiste que se trataba del palacio y que, sucumbiendo también yo a los halagos del poder, asistí a la recepción real a los intelectuales del pasado 23 de abril. No es que tu amistosa cortesía me pida explicaciones de ningún tipo, pero me haces llegar un suave reproche cordial que tiene más de queja que de recon versión: a fin de cuentas, un tu quoque... Otro republicano que se apresura a estrechar la mano del Rey; otro intelectual de izquierdas que prefiere ser reconocido por el poder que contra el poder. Ya sabes que no valgo para las excusas y que padezco una ineptitud congénita para el remordimiento: como Spinoza, pienso que el arrepentimiento envilece aún más al criminal, en lugar de rescatarle de su culpa. Pero en este caso, además, es la culpa misma la que no acabo de asumir como tal. No me ampararé, pues, diciendo que fui a palacio para saludar de nuevo a Octavio Paz -a quien de otro modo quizá no hubiera podido ver durante este viaje a España-, ni siquiera recurriré a la coartada que me sugieres al hablar de la Caballé, y no invocaré la forza del destino. Tampoco he de apelar a las bien sabidas flaquezas personales (curiosidad, vanidad, etcétera), pese a que hoy suelen contar, al ser confesadas, con amplia indulgencia y hasta complicidad. Más bien quisiera hacerte partícipe de algunas de las reflexiones que acompañaron mi toma de decisión de asistir este año a la recepción regia (había sido invitado ya en otras ocasiones, pero entonces la tentación fue menor) y contribuyeron a disipar mis escrúpulos más notables. Porque escrúpulos, sin duda, los tuve, esto sí que debo admitírtelo en buena ley; pero también escrúpulos contra el escrúpulo, escrúpulos contra la tiranía escrupulosa.Como todavía no soy ex nada, ni tengo un pasado que ocultar o del que renegar, el sarpullido político que me resulta más ajeno es la mala conciencia. Y de ésta provienen las dos actitudes más comunes entre quienes fueron y ahora apenas ya son, o son lo contrario de lo que fueron: el cinismo y el puritanismo. El primero es una forma, quizá menos logradamente agresiva de lo que suele creerse, de resignación ante lo irremediable; el segundo (me refiero, por supuesto, a su versión política) es una modalidad de autocastigo por no haber logrado remediarlo..., o quizá una mortificación penitencial para purgar la terrible sospecha de que uno no ha querido nunca remediar nada. ¿No te da la impresión de que hay algunos jacobinos que se niegan dignamente a estrechar la mano del gobernador civil o del Rey por miedo a tener que decirse a sí mismos al sentir el apretón: "¡Pero si esto es lo que yo en el fondo quiero ser!"? Querido amigo, ¿no sientes tú también a estas alturas un cre ciente empacho, y hasta ciertos atisbos de repulsión, ante los manejos de los minipartidos ultragochistas, hacia sus embrio nts de inquisición y hacia sus ministerios en esbozo, hacia quienes llevan a cuestas la patética y siempre dañina baza, de "cuanto peor, mejor" como único parapeto teórico y miden la intengible pureza de una postura política por su rigurosa esterilidad práctica? El inevitable descontento de todo corazón recto ante la injusticia y la brutalidad de lo establecido, ¿no sirve de coartada a demasiados resentidos, trepadores sin suerte histórica o simples incapaces? Estar fuera, no es, ciertamente, señal de que uno no quiere o ha querido entrar; que nadie se haya molestado en pagar nuestro precio no quiere decir que no estemos en venta... El amor al poder y su fascinación no siempre crecen con la aproximación al poderoso: frecuentemente aumentan a distancia. En fa recepción del otro día había muchos escritores de corte (varios de ellos, ayer, lo fueron de checa) y numerosísimos funcionarios de la cultura, a los que no disgustaría que les tomasen por creadores; pero también algunos qué nada tenemos (te monárquicos, que hemos insistido y seguimos haciéndolo públicamente en lo mucho que distancia nuestra situación política actual de una democracia en sentido pleno que preferimos pasar por desestabilizadores que por cómplices de la tortura tolerada y las violaciones de derechos humanos por razones de Estado, que, en una palabra, soñamos con algo que tampoco está en los programas políticos de la izquierda, pero que está explícitamente negado por los de la derecha. Y lo curioso es que nadie nos pidió que renunciásemos a lo que creemos para ser invitados el año próximo: se diría que fuimos llamados por lo que somos, y no solamente a pesar de lo que somos. No sé si el poder pretende una astuta maniobra integradora o simplemente consagra con su bonachón desdén nuestra inoperancia: sólo sé que quien intenta lealmente hacerse oír y dar voz a lo callado o perseguido (en un país donde, durante tanto tiempo esto fue imposible, y hoy rnismo hay muchos que quieren que vuelva a serlo), no se mancha suponiendo lealtad en esta mano que sin condiciones se le tiende. Es hora ya de curarse de la esperanza beata y de la impotente paranoia.

Planteado así el asunto y triscando ya más o menos despreocupadamente por el césped de la Zarzuela, también se le ocurren a uno ciertas cosas. Por ejemplo, lo mal que sientan. ciertos entusiasmos monárquicos de guardarropía a la figura del Rey. Los que le ensalzan hasta las nubes y le proclaman salvador absoluto de la democracia preparan, sin quererlo, el camino a los que pretenden presentarlo como un autócrata constitucional y achacarle las culpas de los golpistas. Se, hace hincapié, coino es lógico, en que el Rey no autorizó, ni mucho menos ordenó, la intentona sediciosa del 23-F, pero para mi gusto no se insiste lo suficiente en que ésta no hubiera sido menos sediciosa si la hubiese autorizado u ordenado. Los que amparan su comportamiento anticonstitucional escudándose en el Rey fingen ignorar que aunque éste, contra toda evidencia, hubiese estado de su parte, ello no les haría menos culpables: son los monárquicos sensatos los que deberían recordárselo. Ante este enemigo común, se ponen de acuerdo adversarios seculares, pues a fin de cuentas hoy conspiran contra la Monarquía democrática los mismos lúgubres energúmenos que hicieron inviable la República democrática. Sin embargo, y aunque esto sea un viejo resabio republicano, uno desearía ver cuanto antes al Rey libre de ese adjetivo de providencial con que gustan de llenarse la boca los que ciertamente ignoran cuán inescrutables y peligrosamente irónicas son las vías de la providencia. A quienes, por cuestión de principios y de razón política, seguimos afirmándonos republicanos se nos suele cerrar la boca diciendo: "¿Dónde váis a encontrar un Rey mejor que éste?". Probablemente, en ninguna parte, pero lo que los republicanos decimos no es que este Rey sea malo, sino que si fuese malo no sería menos inevitablemente Rey. Por mi parte, me haré monárquico de corazón el día que las libertades públicas de mi país estén lo mismo de seguras con un rey malo que con uno bueno. Entre tanto, sin que ello suponga descortesía para nuestro noble y amable anfitrión del pasado día, seguiré fiel al ideal político de plena separación de la enigmática providencia y la voluntad popular, y de reforzamiento de cuanto en las instituciones públicas ponga el pacto entre iguales por encima de la predestinación de uno solo. Quizá sea misión aquí y ahora de los republicanos conservar vivo lo que puede librar a la propia Monarquía de la corrupción y el despotismo ilustrado.

Bueno, dirás que para no tener mala conciencia doy demasiadas explicaciones a quien, a fin de cuentas, no me las pide. Y es que entre nosotros la amistad puede ser ciega, pero no tiene por qué ser muda. Recibir y dar palabras de franqueza es, din duda, una de las formas más legítimamente aristocráticas de afecto. Y no me negarás, querido G., que tú y yo también somos príncipes...

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