La dialéctica de las banderillas
Llegan muertos de quietud,. El picador vuelve a darles muerte. Muertitos quedan al primer par de banderillas. Y se comprende que esos novillos, tan familiarizados con la muerte, se nieguen a morir de una estocada. Se comprende asimismo que los valientes novilleros tengan miedo de torear a un muerto, que anden muertos de miedo, mientras el público no cesa de morirse de aburrimiento.El simpático viejete, que se ha sentado a mi lado, se muere de indignación. El estuvo presente, hace ya medio siglo, en la inauguración de esta plaza de Las Ventas. Ha seguido, pues, paso a paso, la lenta agonía de la fiesta. Se ríe del espanto de un turista japonés cuando Juan Mora recibe un rasguño del primer novillo. Repite de continuo: "¡Qué asco! Pero si no puede con el rabo..." Me cuenta, para pasar el rato, las vida y milagros de la familia del novillero Manolo González: "Gracias a eso, él sabe de toreo. Pero le falta lo principal: corazón".
"¡Hay que picarlo más!"
En la plaza se instala el tedio espeso. Pedro Castillo, ante el amado inmóvil que le toca en suerte, se agarra a la dialéctica de las banderillas rojigualdas.
El sarcasmo cunde: "¡Hay que picarlo más!" Cada cual se distrae como puede: tarareando un pasodoble, observando al que traza, con la regadera llena de lechada el doble círculo caucasiano o jaleando al camión de riego. A Pedro Castillo se le grita: "¡Vete a Valencia!" A Manolo González: "¡Vete a Sevilla!" A Juan Mora se le manda directamente al infierno: "¿Te crees que estás pinchando aceiturías?"
Aburrimiento a raudales. El viejete, a la manera del último superviviente del existencialismo taurino, reacciona afirmando en voz baja la especificidad del acontecimiento histórico (la fiesta), que se niega a concebir como la absurda yuxtaposición de un residuo contingente (las banderillas) y de una significación a priori (el deber que reemplaza a la bravura y al valor). Me dice que lo robado no es lo contrario del ladrón ni el explotado lo contrario del explotador, pues tanto el toro como el torero son seres en lucha dentro de un espacio cuya redonda rareza es el carácter principal.
Miedo del revolucionario
Inmerso en este espacio, percibo que el viejete va dando claras muestras de desequilibrio emocional. Mientras Manolo González junta los pies como su padre, el viejete subraya que, desde 1789 a esta parte, el miedo fue la pasión dornínante del pueblo revolucionario. Pero añade que ese miedo no excluía el heroísmo, sino todo lo contrario. Y termina gritando : "¡Egipto! ¡Egipto!". Luego huye con rostro de terror.
Más allá de este caso de locura desencadenada por el hastío, seguramente se agasapa la única verdad de esta novillada: un redondel funerario sin miedo ni heroísmo.
Lástima que para manifestarse heroísmo tal haya necesitado volverse sensible, visible, vestirse de demencia, adquirir un cuerpo en la pasión defraudada de un viejo aficionado. Y yo no logro entender porque me ha elegido a mí como indefenso testigo.
Mientras persigo al viejete, dos toros son expulsados. Cae una oreja para Pedro Castillo. Intento darle la buena nueva al huidizo personaje. Pero tal vez ya va camino del acueducto.
Babelia
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