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Mirambel, un pueblo barojiano de Teruel, conservado como una obra de arte

Su restauración ha sido premiada por Europa Nostra

La primera medalla de oro que Europa Nostra concede a España la recibió recientemente una pequeña población de 160 habitantes llamada Mirambel, en la provincia de Teruel. Al premio que esta reconocida institución otorga a la conservación y rehabilitación del patrimonio artístico y arquitectónico habían concurrido este año más de quinientos proyectos de toda Europa. Cinco obtuvieron la medalla de oro, la máxima distinción, y veinticinco, sus correspondientes diplomas; de éstos, dos fueron también a parar a España.

Mirambel, una localidad perdida en el Maestrazgo turolense, desconocida y olvidada de los propios aragoneses, ha quedado equiparada al castillo de Norre Wosborg, en Dinarnarca, o a la ciudad alemana de Trier, a. la inglesa de Chesterffield y al palacio Bollani, de-Venecia, al menos en cuanto a la importancia del premio recibido.El título concreto de la obra premiada es Orientación del itinerario principal de la calle Mayor, plaza del Ayuntamiento y de los palacios de Mirambel, y fue realizada, a través de la Dirección General de Arquitectura y Vivienda (MOPU), durante cinco años, de 1976 a 1981. El trabajo lo dirigió el arquitecto Miguel Angel López Miguel.

Pero la auténtica historia de cómo este pueblo logró ser restaurado con tan altas cotas de calidad como para ser merecedor de la medalla de oro de Europa Nostra es, en cierto modo, producto de la casualidad. La suerte -y la intervención de un alto cargo del ministerio que desciende de la comarca- quiso que Mirambel fuera el objeto de una beca de estudios para alumnos de último curso de arquitectura. El trabajo de base lo hizo precisamente un grupo de becarios.

Mirambel es el último pueblo aragonés en el límite con Castellón. "Una aldea oscura, amurallada, con aire antiguo, casi de la Edad Media", según la vio Pío Baroja, que la eligió como escenario de su novela La venta de Mirambel. Está enclavado en la sierra del Maestrazgo y tiene un difícil acceso, debido no sólo a la orografía de la zona, sino a la casi intransitable red de carreteras de la provincia de Teruel, de cuya capital, por otra parte, le separan más de cien kilómetros.

Mirambel no podría concebirse sin Teruel y sin Aragón: es incluso su más genuina representación. Pueblo aislado e injustamente desconocido, de brillante pasado y dura realidad, al tiempo que ejemplo del milagro que pueden hacer un poco de tesón y de trabajo.

La villa está circundada por murallas y cinco torreones. Tiene cuatro puertas de acceso, de las que sólo una -el portal de las Monjas- permite el paso de vehículos. Esta, de bellísimas celosías, con duce por la calle Mayor hasta la puerta del Estudio. La calle es ancha y empedrada, y a ambos lados pueden verse casas señoriales que muestran su pasado esplendor. Allí están las de los Julianes, los Zurita, los Pastos -única ocupada en la actualidad, como vivienda del párroco- y el convento de las madres agustinas, que estuvieron en Mirambel durante quinientos años, y cuyas últimas once religiosas abandonaron el pueblo en marzo pasado.

Y aún hay más: en otra plaza están los palacios de Aliaga y Castellote, que, según los expertos, son las mejores mansiones de toda la comarca, y que también se encuentran vacías. Luego, la iglesia, reconstruida a mediados del siglo XIX, tras haber sido incendiada en las guerras carlistas, y el magnífico edificio del Ayuntamiento, pendiente aún de restauración.

De Mirambel existe documeni ación desde la Reconquista, y las primeras construcciones se deben a los templarios -cuya presencia fue decisiva para la villa-, que llegaron en el siglo XIII: su historia mas prospera se sitúa en los siglos XVI y XVII En el XIX fue uno de los puntos claves de las guerras carlistas. En aquellas fechas el pueblo tenía 1.300 habitantes; a comienzos de este siglo, poco más de ohocientos, y ahora ha bajado a 162.

Hoy Mirambel es un pueblo dedicado a la agricultura (el cereal) y la ganadería, y tiene sus esperanzas puestas en el turismo, de cierta importancia en el verano.

Pero los mirambelinos han ten¡do una enorme preocupación por su patrimonio. "Recuerdo que, cuando yo era pequeño", dice el alcalde, Enrique Ferrer, "se desprendió una parte de la muralla, y algunos querían terminar de tirarla y quitar la cruz de los templarios para que pudieran entrar los coches, pero la mayoría se opuso, y nosotros mismos pusimos las piedras y el trabajo: reconstruimos 140 metros de muralla con aportaciones de los vecinos".

Mirambel ni siquiera llegó a blanquear todas las casas del pueblo -como ordenaba el gobernador de turno para dar el permiso de fiestas-. Unos dicen que por pobreza; otros, que por conservar lo que constituye su máximo orgullo. Lo cierto es que Mirambel ha logrado mucho más que la medalla de oro de Europa Nostra -"el Nobel de las reconstrucciones"-. Ha conseguido lo que seguramerite merecía: ver magistralmente restaurado su rico patrimonio.

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