Una sardina cruda y un pedazo de pan: la estrategia del franquismo para adoctrinar a los hambrientos hijos de los perdedores
La investigadora Gloria Román detalla en un libro cómo los comedores de Auxilio Social de la Falange se utilizaban para controlar a los niños
Al igual que en otras dictaduras europeas de entreguerras, el franquismo prestó una atención central a la infancia y a la juventud al considerar, desde una óptica nacionalista, que en ellas descansaba el futuro de la patria. La estrategia de adoctrinamiento ideológico del régimen se cebó con los menores al ser los más damnificados de la hambruna de esa época. Los niños de posguerra pasaron hambre. El racionamiento infantil, que equivalía al 60% de los alimentos que correspondían a los adultos, era insuficiente y de muy mala calidad. Debido a la malnutrición, la falta de ropas de abrigo y el déficit de salubridad, muchos menores contrajeron enfermedades respiratorias e infectocontagiosas como el conocido “síndrome de Vallecas”, que ocasionaba calambres musculares debido al déficit de vitamina B, o también el raquitismo, por la falta de vitamina D. Un contexto de hambruna en el que se estima que fallecieron hasta 200.000 personas, la mayoría menores, por hambre, y muchos de ellos lo hicieron antes de cumplir el primer año de vida. “Los que se quedaron en una situación más vulnerable se vieron obligados a mendigar por las calles y las plazas, y dejaron vacíos los pupitres de las escuelas”, apunta la historiadora Gloria Román Ruiz (Iznatoraf, Jaén, 33 años), que ha coordinado el libro Los niños de Franco. Entre el control, la pobreza y la picaresca. 1939-1969 (Silex Universidad Contemporánea, SUC). “De ahí sus pretensiones de controlar a estos grupos desde el adoctrinamiento ideológico”, señala la historiadora.
El mal funcionamiento de estos comedores de Auxilio Social era algo que no pasaba desapercibido. “Una sardina cruda y un pedazo de pan para alimentarse durante 24 horas es algo que se comenta solo. ¿Puede llamarse esto dar de comer al menesteroso?”, se preguntaba una inspectora que alertaba también de las pésimas condiciones de salubridad de estos centros. Gloria Román añade que en estos locales se daban un buen número de corruptelas internas, donde los empleados sustraían alimentos de las cocinas para venderlos en el mercado negro.
Ese control se llevaba a cabo principalmente desde los comedores infantiles de Auxilio Social, la institución benéfico-asistencial de la Falange. “Se buscaba que los hijos de quienes habían perdido la guerra no quedasen excluidos del asistencialismo falangista, y con la comida se buscaba atraer a estos menores a la causa de la Nueva España”, agrega Román, que ha centrado su línea de trabajo en los niños bajo el franquismo gracias a una Beca Leonardo (Fundación BBVA) y a un proyecto de la Universidad de Granada como investigadora principal. Román es también autora del libro Franquismo de carne y hueso. Entre el consentimiento y las resistencias cotidianas (Publicacions de la Universitat de València), un acercamiento a la producción historiográfica de la vida cotidiana del franquismo y a las actitudes sociopolíticas de las clases populares rurales en Andalucía.
Estrategias de supervivencia
En muchos lugares de España los menores no tenían más cobijo que las cuevas, vestían harapos o iban directamente desnudos. Es el caso de Almería, donde casi el 30% de los habitantes en 1940 vivían en cuevas donde eran frecuentes los derrumbes, en ocasiones con resultados trágicos.
Frente a toda aquella miseria que trajo la posguerra, muchos menores pusieron en marcha todo tipo de estrategias de supervivencia. Muchos se vieron envueltos en la delincuencia, en el estraperlo, el contrabando, los hurtos de alimentos o las estafas a pequeña escala. “Lo hacían para poder sacar adelante a sus hermanos menores que habían quedado huérfanos y para ayudar a la maltrecha economía familiar”, dice Román.
Tal era la situación de desesperación de los menores que muchos de ellos optaron por escribir cartas de súplica y clemencia a la familia Franco. Junto a Óscar Rodríguez, de la Universidad de Almería, Román ha revisado casi un millar de misivas que recibió el dictador entre 1936 y 1949. Se dirigían especialmente a Carmencita, la hija de Franco. “Te suplico te arrodilles a los pies de tu señor papá para pedirle clemencia para el mío, que se encuentra privado de libertad”, escribía una niña de Castellón en 1940.
En otras ocasiones pedían directamente el indulto de sus padres. “Le ruego a usted por Dios le pida a su papá que lo perdone”, decía en su misiva una niña murciana de nueve años, que tenía otros dos hermanos menores y sin comida alguna. Otra niña escribía para que la hija del dictador intercediera ante los Reyes Magos y le trajera una muñeca con la que jugar “las 42 niñitas recluidas” en la casa de beneficencia de San Vicente de Paul de Sabadell (Barcelona).
Destaca Gloria Román que para lograr sus objetivos estos pequeños recurrían astutamente a fórmulas discursivas que revelaban muestras de complacencia y benevolencia hacia la hija del dictador (“Distinguida Carmencita” o “Mi buena señorita, le beso las manos”) o recurrían a un lenguaje religioso muy del gusto del régimen (“Dios te pagará esta gracia que te pido”).
Otras cartas se hacían llegar a La Pirenaica, la emisora clandestina del PCE, donde se revelaban pequeñas resistencias cotidianas. Es el caso de la misiva que en 1963 remitió una niña de Torreperogil (Jaén) donde exponía que las tareas que hacían en la escuela con Doña Paquita eran “de poco provecho”, porque lo que más importancia se le concedía era a la Historia Sagrada. A esta escolar no le parecía de justicia que la maestra las penalizara en caso de no asistir a clase con el pago de 0,50 pesetas, destinadas a “bautizar a los chinitos, que son pobres y no tienen nada”. “¿Qué chinitos son los que a costa nuestra se tienen que bautizar”, se preguntaba esta niña jiennense en la carta remitida a La Pirenaica.
A partir de documentos del Archivo Histórico Provincial de Almería, Gloria Román saca a la luz también casos de resistencia de menores que demuestran su capacidad para actuar en aquel contexto hostil. Como los menores que destrozaron cuadros de Franco, José Antonio y Queipo de Llano, grabaron las siglas UHP (Unión Hermanos Proletarios) en una tabla de madera, criticaron en las colas del pan el trato que estaban recibiendo sus familiares en la cárcel, o cantaron versiones del Cara al sol consideradas subversivas por las autoridades.
“Los niños, además de ser víctimas del contexto que les tocó vivir, fueron capaces de actuar ante la adversidad”, asegura Gloria Román, doctora por la Universidad de Granada y actualmente investigadora Juan de la Cierva.
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