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Las elecciones en El Salvador

Los soldados dispararon al aire en Santa Ana para evitar la aglomeración de votantes en los colegios electorales

Si en un colegio electoral salvadoreño se oyen disparos, se piensa inmediatamente en la guerrilla. Pero a veces no es así. En Santa Ana, más de 100.000 habitantes, una de las poblaciones más importantes del país, el Ejército disparó al aire el domingo para impedir que impacientes votantes derribaran las puertas metálicas que daban acceso a uno de los recintos electorales. Un enviado especial de EL PAIS siguió el domingo la votación en la localidad salvadoreña de Santa Ana.

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Un soldado con megáfono subido en una tapia vocea a las miles de personas que hacen cola bajo un sol de 40 grados. "No se puede pasar, aléjense. Hasta que no salgan los que están dentro no se puede entrar". La multitud parece no escucharle. Un movimiento incontrolado y las grandes puertas que cierran la entrada al colegio electoral número siete comienzan a ceder. El sargento que está detrás de ellas, rodeado por centenares de personas que esperan en el patio, dispara al aire dos ráfagas de su fusll. Durante unos pocos minutos, la calma vuelve a las filas. Alguien hace un chiste a mi lado: "hay tiros para votar en El Salvador".Escenas similares se repiten en Chalatenango y otras poblaciones del occidente salvadoreño, donde la actividad guerrillera es menor y la gente se ha volcado a las urnas.

Chilamas, el primer pueblo al que se llega en automóvil desde la frontera guatemalteca del río Paz, en Valle Nuevo, ofrece el aspecto de cualquier día festivo. Campesinos paseando por el borde de la carretera Panamericana. Niños deslizándose en rudimentarios patinetes. Ninguna sensación de país en guerra en medio de este paisaje selvático. Interferida Radio Venceremos, la emisora guerrillera, las radios salvadoreñas, conectadas en cadena, animan desde primera hora de la mañana a la gente para que acuda a votar. Hay transporte público. Camiones particulares refuerzan, este 28 de marzo, a los viejos autobuses. En sus cajas se hacinan docenas de personas que se despiazan a votar. No hay censo poblacional, de manera que cada uno lo hace donde quiere, presentando el documento de identidad.

La ficción de calma se rompe bruscamente en Ahuachapán, un pueblo grande acosado por la vegetación y atravesado por una vía estrecha de ferrocarril. Vehículos militares llegan a toda velocidad. Soldados armados hasta los dientes interceptan un autobús y hacen descender a todos sus pasajeros a punta de fusil. La profusión de uniformes verdes se hace agobiante. La escena recuerda Vietnan.

Un chico indocumentado es interrogado y llevado a unas barracas. Dice que necesita ayuda. La presencia de periodistas y sus preguntas disuade al suboficial que manda semejante despliegue de medidas más drásticas. Le dejan subir otra vez al autobús. Cuando nuestro automóvil se aleja, dos soldados han ba ado de nuevo de la camíoneta al presunto "subversivo".

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En los cruces de carreteras, enormes carteles encabezados por el lema "Todo por la patria" buscan la confraternización entre los salvadoreños y el Ejército. "Juntos pueblo y'Fuerza Armada" es el eslogan, ilustrado con un soldado que acompaña a un escolar, sonríe a una mujer o forma cuerpo con un campesino o un obrero industrial.

Santa Ana es una de las ciudades a las que el Gobierno salvadoreño lleva a los observadores internacionales llegados para informar de estas elecciones.

Dos funcionarios canadienses, vestidos como ingleses que fueran a una fiesta y con aire de contemplar un safari, pregunta a este enviado por el número de mesas, por la participación, por el posible ganador. Están impresionados por las gigantescas colas de miles de personas que aguantan estoicamente un sol de justicia.

De repente, gritos, carreras, arremolinamiento. Los soldados corren hacia las esquinas y toman posiciones de disparo. "El automóvil del vicesecretario de la Presidencia salvadoreña, seguido por una furgoneta con siete hombres armados, abandona precipitadamente la plaza principal de Santa Ana. Los canadienses son empujados contra la pared por su protector. Como llega, la sicosis de terror se desvanece. No hay ataque guerrillero.

El coronel Adolfo Blandón es el jefe de la segunda brigada de Boinas Negras, de guarnición en Santa Ana. En su cuartel, los pocos soldados escuchan música pegadiza (Miguel Bosé: "El diablo...") mientras lustran los camiones norteamericanos y revisan en el patio los vehículos Toas.

"Paz y trabajo. No al comunismo". "Vota verde, partido Democracia Cristiana". "Vota por la flecha, la causa popular". Las pegatinas inundan los alrededores de los colegios. "¿Quién va, a ganar?". "Pues Duarte", dice un hombre que me mira con desconfianza. "¿Por qué?". "Porque es el presidente y todos los trabajadores públicos tendremos que votarle ¿no?.

La sensación de caos y desorganización es insuperable en todos los distritos recorridos. Da la impresión de que el Gobierno no hubiera previsto la masiva afluencia de votantes. Se oyen críticas encendidas: "han tenido meses para prepararlo". El cura español Leandro Fernández, cincuentón, con once años de estancia en El Salvador, cree en estas elecciones. "No he notado que nadie tenga miedo o haya sido intimidado".

El padre Fernández, párroco de San Miguelito, dice que la jerarquía salvadoreña ahora apoya el proceso electoral, que ya no está tan dividida como antes.

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