La hora de la verdad
La transición se acaba. Después del juicio del 23-F nada volverá a ser como antes. Confiemos en que para bien. Una cosa, al menos, está meridianamente clara: la democracia, al fin, sabrá el terreno que pisa. No es poco, después de un período de difusos contornos, temores encubiertos e inseguridades varias que han maquillado la política española recubriéndola con colores artificiales y haciéndola girar sobre un único eje. El fantasma del golpe ha gravitado con tal fuerza que ha impedido no ya el juego normal de las instituciones básicas de la democracia, sino que incluso ha ralentizado el reencuentro del pueblo español con su soberanía. Ha llegado pues, ¿por qué negarlo?, la hora de la verdad. La absoluta necesidad de que la justicia se ejerza en las mejores condiciones; libre de todo tipo de coacciones psicológicas que entorpezcan su funcionamiento, no puede, ni debe, impedir una valoración del momento político que, obvio resulta decirlo, no puede soslayar la existencia de un hecho rigurosamente trascendental. Decir eso no es magnificar nada. Es, simplemente, constatar la realidad. La imprescindible serenidad que debe impregnar toda la actividad pública y ciudadana de las próximas semanas no tiene por qué confundirse con el camuflaje de una, por lo demás falsa, despreocupación. Conviene no mezclar los distintos planos. La confianza en la justicia es uno, y otro muy distinto ignorar, o aparentar que se ignoran, las implicaciones de toda índole que sobre el futuro de nuestra convivencia va a tener el veredicto, sea cual sea éste, del tribunal castrense que va a juzgar a los implicados en la intentona golpista. Que los acusados por un lado, y el Gobierno por otro, puedan, si lo consideran oportuno, apelar al Tribunal Supremo no resta ni un ápice de importancia al hecho de que será la sentencia militar lo más valorable políticamente y lo que permitirá definitivamente salir de dudas respecto a la viabilidad final del sistema democrático. Con ello, naturalmente, no se está prejuzgando. Se afirma únicamente que la importancia del juicio es decisiva y que cualquier asepsia o indiferencia no deja de ser una ingenuidad. O una falacia. La responsabilidad del momento debe empezar llamando a las cosas por su nombre.El juicio comienza con un clima externo que, con la excepción terrorista, es aparentemente inmejorable. La democracia no ha sido una panacea ni, mucho menos, un bálsamo para nuestros problemas. Pero no es menos cierto que hay que remontarse muy atrás en la historia para encontrar un período que, a medio
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plazo, suscite fundadamente tantas esperanzas. Sin desconocer los peligros que acechan la construcción del estado de las autonomías, incluso hasta esa secular brecha que supuso el arrasamiento centralista de los derechos históricos de las nacionalidades puede estar en vías de solución. No existen exiliados políticos, todo un símbolo de nuestra tradicional manera de enfocar la discrepancia., y, en contra de todas las previsiones, ni siquiera la profunda crisis económica ha conseguido enconar, gracias muy especialmente a la actitud de los sindicatos, el enfrentamiento de clases en un país estigmatizado por la desigualdad. La Iglesia católica ha perdido, saludablemente, poder y, aun conservando fuertes dosis de conservadurismo y más de un tinte reaccionario (como claramente se demostró en el tema del divorcia, y se demuestra cotidianamente con la escuela pública), su beligerancia política es menos como corresponde a una penetración social en decadencia. En su conjunto se ha modernizado, y el catálogo de sus problemas reales son los que corresponden a una sociedad de desarrollo industrial medio, sin otras diferencias notables que aquéllas que se derivan de la asimilación de un pasado que se niega a aceptarse como tal, talón de Aquiles de un sistema, el democrático, que no supo, no quiso o no pudo, ya da igual, cerrar la puerta de la caverna.
Por supuesto que no es oro todo lo que reluce. Y que los errores de la transición han parido otros nuevos, multiplicándose. Una clase política demasiado experimentada en las argucias de poder y otra inexperta (la parte, claro, que procedía de la oposición al franquismo) y un pueblo con inercia de muchos lustros de dictadura, más legiones de travestis y de progres avant la lettre, crearon una extraña y singular combinación de escéptico realismo y de utopismo verbal que originó constantes desajustes entre el poder ser y el deber ser del que todavía no hemos salido, con una derecha disfrazada de centro y una izquierda vestida con las ajenas galas de la moderación. Excepto un terrorismo suicida que ha sembrado sal en el terreno de la democracia, armando de paso a sus enemigos, y una derecha ultramontana consciente de su poder fáctico, lo cierto es que el nuevo régimen ha integrado muchas cosas y ha suprimido anacronismos enderezando esta sociedad por los caminos de la modernidad, aunque haya sido a costa de un exceso de homogeneización política y de contemporizaciones innecesarias. Pero, en fin, nadie puede dudar de que con todos sus errores, frustraciones y carencias, la democracia ha supuesto en este país un paso de gigantes que deja, además, expedito el camino para una profundización en el sistema de libertades. Un camino que sólo propicia la absoluta seguridad de que las urnas están siempre listas y no secuestradas. El que no reconozca esto es un cínico embustero o un potencial golpista.
Es la hora, pues, del balance. Es muy claro que la democracia no ha sido la tierra prometida para nadie. En un mundo como el que nos ha tocado vivir, ningún régimen político lo es. Pero es evidente que es el que mejor se adapta a las necesidades, problemas y apetencias del pueblo español. En realidad, no existen alternativas: democracia o caos. Por eso, cualquier intento de manipular delante de la opinión pública e invertir el sentido del proceso que comienza sería una auténtica traición a la historia y una afrenta a la dignidad de los ciudadanos. No hay ni una sola acusación válida para invalidar o descalificar la democracia. Los jueces van a juzgar a unos militares y a un civil acusados de intentar dar un golpe de Estado. Nada más. Ni la democracia ni el Ejercito están en el banquillo. Conviene no olvidarlo en estas horas confusas, expectantes y decisivas. Conscientes de que el juicio del 23-F no es sólo un proceso. Es también la prueba de la fortaleza y de la credibilidad de las instituciones. Ha llegado, en definitiva, y esta vez va en serio, la hora de la verdad.
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