España y el Mercado Común
EN ESTOS días se cumplen tres años desde que se hizo público el intento negociador para la integración de España en las comunidades europeas. Prácticamente la totalidad de la clase política española apoyaba en aquel momento la incorporación a un proyecto cuyas realizaciones económicas han servido para elevar el nivel de vida de la mayoría de la población del viejo continente y de soporte: a una organización política esencialmente democrática.Pero el intento de abrir negociaciones encaminadas a la integración española ha tenido lugar en plena crisis económica y en medio de profundas desavenencias entre los países miembros de la CEE. El Reino Unido rechaza su posición de contribuyente neto al presupuesto de la Comunidad como consecuencia de una política agraria que la discrimina y que favorece sobre todo a Francia. Existe ahora no sólo la posibilidad de que fracase el nuevo acuerdo sobre las subidas de precios agrícolas, sino también el peligro de que Francia opte por paralizar la negociación para la adhesión de un nuevo país miembro hasta que no se resuelvan las cuestiones pendientes. Si ese bloqueo llega a producirse, los problemas internos comunitarios derribarían por tierra la estrategia negociadora española.
La urgencia de negociar en estas circunstancias con la CEE a cualquier precio, rebajando nuestras pretensiones hasta satisfacer las más abusivas contrapropuestas comunitaria, sería una repetición de la estrategia griega de Caramanlis y su "nueva democracia", con el agravante de que nuestros problemas son más graves que los planteados por los melocotones griegos y su colonia de emigrantes en Europa. La maniobra de relegar -como en el caso de la OTAN- los problemas más delicados hasta después de conseguir el ingreso o de renegociar entonces los asuntos más conflictivos no es admisible. Las exigencias comunitarias pueden resultar muy caras para la economía española. La discriminación contra nuestra agricultura exportadora puede prolongarse indefinidamente, incluso con el agravante de que se continúe aplicando un trato preferente a los productores del norte de Africa e Israel.
Por supuesto que el Gobierno, abierta ya en la práctica la campaña de las próximas elecciones generales, contemplaría con agrado la posibilidad de erigirse en protagonista, ante la opinión pública, de una apertura económica que compensase el proyecto de integración política y militar en la OTAN. Pero la integración no debe convertirse en una chapuza o componenda electoral.
Con ocasión de los primeros tropiezos en Bruselas, y más tarde a propósito del sofocado debate nacional sobre nuestro ingreso en la OTAN, el Gobierno dio muestras de su tendencia a tratar a los españoles como menores de edad, incapaces de entender las complejidades de la política internacional, de recibir noticias desagradables o de asumir sus responsabilidades. Frente a tanto secreto y cabildeo es preciso exigir una política clara y abierta. Por lo pronto, ni un solo Consejo de Ministros ni una sesión plenaria del Congreso de los diputados han sido dedicados a debatir y aclarar monográficamente la estrategia de nuestra integración en Europa. No parece que un ingreso precipitado y cediendo a cualesquiera exigencias sea la única solución para España, aunque constituya una salida de urgencia para un Gobierno que precisa apuntarse éxitos. Hay en nuestro país empresarios y expertos profundamente europeístas, pero partidarios de que la negociación con el Mercado Común se haga con la cabeza fría, sin dejarse arrastrar por el vértigo de las fechas fijas y los temores irracionales a perder el último tranvía. Al fin y al cabo, la CEE necesita a España dentro de sus instituciones para resolver problemas tales como la pesca, la agricultura mediterránea y los sectores en crisis. Sin una negociación seria con España los países comunitarios tampoco podrían resolver entre ellos esos contenciosos. Mientras el acuerdo preferencial nos permita mantener un comercio fluido con las naciones europeas, el tiempo de espera bien podría emplearlo nuestra Administración en la tarea de aproximar nuestras prácticas administrativas y nuestras instituciones a sus equivalentes comunitarias (impuesto sobre el valor añadido, régimen de licencias de importación, trato comercial a los países comunistas, establecimiento industrial y bancario, etcétera). El espejismo milagrero de Bienvenido, mister Marshall no es propio de una sociedad madura y democrática.
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