Sólo una minoría de naturalistas logra convertir su actividad en profesión
La profesión de naturalista no se estudia en ninguna parte ni se ejerce en ningún puesto de trabajo. Tal vez por estas características tan anómalas son muy pocas las personas que han conseguido vivir observando la naturaleza. Una actividad al aire libre, en plena armonía con el medio natural, que muchas personas desearían para sí. Pero sólo los últimos aventureros se han atrevido a elegir ese camino que tiene tanto de dificil como de atractivo. En este reportaje presentamos algunos de los personajes que más han destacado en esta actividad, que cada día gana más adeptos.
Las noches de Luna llena, Ramón Grande del Brío coge su saco de dormir y se va a la sierra. Se tumba en uno de los caminos o cortafuegos que sólo él conoce, y espera. Al cabo de unas horas, la vereda es cruzada por una de las últimas manadas de lobos que quedan en España. No se trata de ningún lunático ni de un nuevo hombre-lobo. Ramón Grande lleva estudiando así a este gran carnívoro desde hace diez años. «También se les estudia por las huellas y rastros que van dejando», comenta, «pero cuando se quiere ver lobos, la forma más sencilla es esperar en algún punto estratégico de sus rutas».«Al principio sentía miedo, pero ahora ya no. Aunque a veces me han dado algún susto, como me sucedió hace unos meses, cuando un lobo fue a cruzar un cortafuegos justo por el sitio donde yo estaba tumbado. Gruñó, arañó el suelo con la pata y siguió su camino».
Grande se extraña un poco cuando se le pregunta si no va armado. ¿Para qué iba a ir armado? Como casi todos los naturalistas, Grande opina que en ninguna parte se siente tan seguro como durmiendo en el campo, bajo las estrellas.
Pertenece a un grupo de extraños personajes que, aunque siempre caminan en solitario por montes y marismas, suelen ser incluidos en el mismo saco por sus admiradores. Se trata de los Garzón, Heredia, Moreno, Araújo, Hartasánchez y otros varios especímenes, que han logrado un reconocido prestigio como naturalistas de campo, imponiendo sus locuras contra todos los criterios tradicionales de la carrera brillante, el futuro asegurado, el empleo para toda la vida, y todas esas cosas que inculca la sociedad y que suelen acabar en la rutina y el aburrimiento.
Los naturalistas por excelencia no tienen acabados los estudios universitarios, porque los estudios programados para la obtención de títulos son prácticamente incompatibles con la observación de campo. Mayo-junio, los meses de los exámenes, son justo la mejor. época del año para estudiar la naturaleza. Hay algunas excepciones, como el mismo Grande, que acabó hace unos meses, a sus 34 años, los estudios de Arqueología iniciados diez años atrás en la Universidad de Salamanca, su ciudad natal. Pero lo más frecuente son los casos de Heredia o Garzón, que a los diecinueve años decidieron dedicarse exclusivamente a la observación de la naturaleza.
Esta ruptura temprana con las formas de vida normales es un paso difícil que muy pocas personas se atrevían a efectuar allá por los finales de los sesenta, cuando la carrera era el objetivo de todo españolito. Ahora ya se cuentan por decenas los que están siguiendo los pasos de estos pioneros.
Precisamente la sensación de que dedicarse exclusivamente a estudiar la naturaleza daba la impresión de no estar haciendo nada fue lo que animó a Rafael Heredia a irse voluntario a la mili a los veinte años. Y fue allí, en 1970, haciendo una guardia en una unidad de alta montaña, en Candanchú, cuando vio por primera vez volar sobre su cabeza al quebrantahuesos, un extraño pájaro, mitad buitre y mitad halcón, que hasta entonces sólo había visto en la guía de aves Petterson, versión original inglesa, que le había regalado un tío suyo cuando tenía trece años, y que, como en el caso de otros muchos naturalistas, fue decisiva para despertar su vocación por la observación de campo.
La pasión por estudiar el quebrantahuesos, pájaro hasta entonces prácticamente desconocido, hizo que, al acabar la mili, Heredia se quedara a vivir en los Pirineos. Y se quedó durante casi diez años. Alquiló un caserón por quinientas pesetas mensuales y se dedicó a recorrer valle por valle de esta cordillera, hasta que logró localizar los nidos de las veinticinco parejas de esta ave de cara diabólica que aún quedan en España.
Heredia ha logrado con los quebrantahuesos lo que Grande con los lobos. Cuando quiere verlos de cerca, a unos pocos metros, y no como el resto de los humanos, siempre como un puntito blanco en el cielo, Rafael se dirige a unos lugares muy concretos de los Pirineos y coloca en ellos un montón de huesos y patas de cabras, y espera. Al rato aparece la silueta majestuosa del quebrantón, como se le llama en algunos pueblos, que tras descender en picado, coge una de las patas, se eleva, y con certera puntería trocea el hueso, tirándolo sobre una piedra -casi siempre la misma-, piedras cuya localización guarda Heredia como uno de sus más preciados secretos. «Bueno, no tanto», dice Heredia. «Una vez, en un congreso de naturalistas en Francia, dejé olvidado sobre una mesa un papel en el que había señalizado con detalle la localización de los veinticinco nidos de quebrantahuesos que conozco, y que todavía existen porque pasan desapercibidos. Al cabo de un año me devolvieron el papel. Espero que nadie haga mal uso de estos datos».
Los naturalistas ocultan celosamente las maravillas que descubren en sus correrías por los montes. Sin embargo, hay momentos en los que no tienen más remedio que desvelar sus secretos. Es cuando el Icona, que ha llegado a todas partes con sus aterrazamientos y consiguiente destrucción de las sierras españolas para repoblarlas con pinos y eucaliptos, llega a los parajes más privilegiados.
El caso más representativo de esta tragedia del naturalista que ve cómo el Instituto para la Conservación de la Naturaleza le destroza la zona que está estudiando fue el de Jesús Garzón y la sierra del Monfragüe. Garzón es, sin duda, el naturalista más privilegiado de to dos los que engrosan la vieja guar dia. Tras realizar numerosos tra bajos de observación y estudio del lince, los urogallos, y en especial las aves.de presa, la Unión Internacio nal para la Conservación de la Na turaleza (UICN), le encargó la rea lización de un proyecto para la protección de la naturaleza en España occidental. Garzón centró su área de trabajo en un valle situado en la confluencia del río Tiétar con el Tajo, zona en la que aún estaba intacta la naturaleza característica de los países mediterráneos, y en la que abunda el lince, las águilas imperiales, las cigüeñas negras y otros varios centenares de especies.
Un buen día, Garzón llegó a la sierra de las Corchuelas y lo que vio le dejó helado. Una serie de potentes excavadoras estaban pelando los montes, llevándo se por delante las encinas y el monte bajo. Cuando aún no había logrado para aquella repoblación de eucaliptos, se enteró de que la mejor finca de la zona iba a ser alquilada a una sociedad de cazadores. Suso, como le llaman los amigos, no lo dudó más y se fue a donde le podían ayudar. Se presentó en la primera reunión que en aquel mes de junio de 1977 estaban realizando los grupos ecologistas españoles, y les dijo sin más preámbulos que necesitaba dos millones de pesetas con urgencia para alquilar las 8.000 hectáreas de la finca de las Corchuelas.
No se sabe cómo, pero al cabo de unas semanas, Garzón alquilaba y salvaba uno de los parajes más privilegiados de España, que un par de años después sería declarado parque natural. Esta forma de actuar es bastante característica de los naturalistas, que, sin más medios que su impetuosidad, han logrado paralizar desecaciones, impedir urbanizaciones, cambiar planes de reforestación y lograr vedas de especies como la avutarda o el urogallo, en contra de los intereses de las personas más influyentes de este país.
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