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Los intelectuales y Cataluña

Los intelectuales de nuestra edad, lo decía bien Pedro Laín, hemos aprendido mucho en la cultura catalana. Aprendimos, cronológicamente, antes que de nadie, de Eugenio d'Ors. De él y de Ortega aprendimos a desprendernos de una influencia, que podría haber sido excesiva, de los hombres del 98, de Unamuno y su interlocutor Ganivet, con su "dolor de España" y su Noli foras ire: in interiori Hispaniae habitat veritas, respectivamente. Aprendimos asimismo a amar estéticamente el mundo sensible, a ver en el mar, según nos contraponía bellamente Laín, no muerte, con Jorge Manrique y Antonio Machado, sino, con Maragall -cuyo hijo Jordi fue el excelente coordinador de los encuentros de Sitges-, vida y líbertad; y aprendimos a distanciarnos irónicamente -en mi caso, lección específicamente dorsiana- de nosotros mismos, a desdoblarnos antifanáticamente y a vernos por de fuera.

"El sentimiento trágico deja vida" no es, ciertamente, el modo catalán de sentirla y, desde este punto de vista, es aleccionador el contraste en el modo de luchar catalanes -pese a Terra Lliure- y vascos -Unamuno era genéticamente vasco por los cuatro costados- por su respectivo país. La posición extremosa, y muy minoritaria, del querido, antiguo y leal amigo Jordi Carbonell es mantenida sin animosidad alguna, antes al contrario, con estima y afecto, no ya sólo personal sino culturalmente, encareciendo los valores castellanos..., que, sin embargo, no admite como suyos. El fue quien introdujo, en estrecha relación con las expresiones lainianas del amor a Cataluña, la metáfora del matrimonio y el divorcio, metáfora de amor y desamor personal que hizo fortuna, pues a ella replicó Narcís Comadira con el amor libre, y finalmente Pedro Laín, un poco cansado de las alusiones desagradecidas a su supuesto enamoramiento de Cataluña, con el amor simultáneo y compartido a todas las nacionalidades y regiones españolas, o sea, según llegó a decir, "con amor de harén".

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Diferencias de generación

Ciertamente, los catalanes se inclinan mucho menos que los castellanos a dramatizar, pero se percibe en ellos una muy explicable obsesión y frustración con respecto a su tema. Y, sin embargo, en los más jóvenes pudo observarse una tendencia a la relativización del problema catalán. (Lo mismo me parece que está ocurriendo, e inquieta mucho a ETA, con las últimas generaciones vascas.) También ellos, quizá, estarían dispuestos a referir a Cataluña la frase escrita por Raúl del Pozo en un artículo del diario Pueblo, muy amable para mí, que le agradezco cordialmente: "Al que le duela España, que tome aspirina". No ya el drama y el dolor, sino ni siquiera el conflicto en lo que -reto, desafío- tiene de positivo, parecen motivarlos. Para ellos -Narcís Comadira, Josep Rairigneda-, las diferencias de generación o -Montserrat Roig- las de sexo no son menos importantes que las de patria. Y la tendencia a la cerrazón en la cultura propia -la cultureta- les es ajena. ¿Piensan suficienteinente los catalanistas en el hecho de que la lengua viva de Barcelona, hoy, está plagada de castellanismos, deliberadamente adoptados y aun buscados? ¿Y qn que muchos de sus intelectúales, especialmente los jóvenes, usan indistintamente la lengua catalana y la castellana, para no hablar de los importantes intelectuales catalanes de lengua castellana? A este respecto es menester poner el problema del bilingüismo, que está lejos de ser un:rnal sin mezcla de bien alguno, en relación con el nivel cultural. Descendiendo en él, Ignasi Riera nos presentó la actual complicación demográfica de la catalanidad, en un excelente análisis de la inmigración, distinguiendo entre la situación espiritual de los inmigrantes violentameate arrancados de su tierra de origen, sí, pero de la cual conservan el recuerdo de la situación de sus hijos, ya sin raíces ni recuerdos, y mostrando que esta inmigración laboral no tiene nada que ver con la protestataria inmigración funcionarial, ni esta última, tampoco, con la confortable inmigración empresarial.

Pero el cambio generacional de talante al que acabo de referirme, y dentro del cual me imagino que resulta difícilmente comprensible el gesto, que yo no dudo en calificar de litúrgico secularizado, de resistirse a hablar públicamente en castellano, no obsta a que tanto el problema de la lengua -menos el de la cultura, salvo, claro está, en sus esenciales aspectos de vehiculación por la lengua- como el problema político sigan en pie y necesiten ser resueltos. La "comunicación de lenguas", para decirlo en los términos secularizados del antiguo lenguaje teológico, y una apertura de las fronteras culturales que haga posible lá fecunda interacción (lo contrario de lo que predicara Gavinet y que, por el lado catalán, desearían algunos) son en el mundo de hoy indispensables. Pero una política pedagógica que favorezca la pervivencia activa y creadora de la lengua catalana también lo es. A este respecto, confieso que me escandalizó la metáfora unamuniana de la espingarda y el máuser, que yo no conocía, y que exhumó en su muy precisa e ilustrativa ponencia Joaquim Molas. ¿Cómo un antitecnólogo del calibre de Unamuno pudo ser tan inconsecuente consigo mismo y tan repentinamente convertido a lo que llamaríamos hoy mera razón instrumental, como para aconsejar a los catalanes el abandono de su lengua-espingarda y la adopción del máuser-castellano? ¿Cómo pudo, arrastrado por el demonio de la polémica, olvidar su propia consideración de la palabra como la sangre del espíritu, y desconocer que cada lengua, por muchos o pocos que sean sus hablantes, es una genuina e irreductible perspectiva sobre la realidad y, todavía más, creadora de la realidad? La lengua tiene que ser defendida y liberada, sí; pero, lejos de todo proteccionismo conservacionista, ha de ser también ilustrada creadoramente por los propios catalanohablantes. Ellos son, por supuesto, quienes, ante un futuro inquietante, han de mantenerla viva y vivaz.

Mas, como dijo Vicent Ventura, hay en la Península un idioma con Estado y otro, el catalán, sin Estado, lo que nos remite al problema político. (Entre paréntesis y antes de proseguir celebremos el hecho de que en nuestro encuentro participasen, junto a los catalanes, los valencianos Joan Fuster y el citado Vicent Ventura y, en representación del País Balear, Josep María Llompart.) A este propósito, el catalán Jordi Solé Tura y el castellano Ignacio Sotelo intervinieron precisa, competente y brillanterrientePero, aun cuando no seanÍos politólogos como ellos, todos íos intelectuales, en la acepción política que yo acostumbro a dar a la palabra intelectual debemos colaborar, según la medida de nuestras competencias, en esa tarea de la organización de un Estado que -mal inevitable- no sofoque la libertad y la cultura, sino que, al contrario, ampare la una y fomente la otra.

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