Laura de los Ríos, un duelo de labores y esperanzas
Pienso que el verso de Machado ante la muerte de don Francisco Giner ha sido el lema de la vida de su sobrina-nieta Laura de los Ríos Giner, viuda de Francisco García Lorca, muerta del corazón hace unos días. Y vayan los apellidos por delante, no para apabullar a nadie, sino para dar fe de la estirpe de esta extraordinaria mujer -estirpe de sensibilidad, de inteligencia, de trabajo, de calidad humana-, a la que ella fue fiel con la fortaleza de una verdadera aristos.
No le fue ajeno el duelo con dramático perfil las más de las veces, pero Laura de los Ríos sabía tornarlo en su dechado, como los que bordó de niña, de tareas e ilusiones. Ser hija de Femando de los Ríos le costó en los años adolescentes verse marginada de su clase social, que no perdonaba a aquel señor ser socialista y laico. En cambio, Laura conoció el socialismo y el triunfo de su padre, y vivió una experiencia única, de la que se sentía privilegiada: ser joven y engagée políticamente en 1931. Pronto, sin embargo, pasó de ser la hija del embajador de la República en Washington a un exilio duro. La casa de Nueva York era una estrecha pensión donde vivían don Fernando y doña Gloria Giner con sus respectivas y ancianas madres.
A pocos metros de esta casa, «dejando un rastro de sangre, dejando un rastro de lágrimas», llegaron los viejos amigos: los García Lorca. Laura de los Ríos, novia granadina sin ajuar de sábanas de holanda, se casó en 1942, en Nueva York, con Francisco García Lorca. Sin soledad de casa propia, pocos han vivido un amor tan apasionado como el de estos dos andaluces.
Siempre el trabajo. Laura enseñó durante años en el Barnard College de Columbia University, donde se doctoró con una tesis inteligente y precisa sobre los Cuentos, de Clarín, publicada más tarde en Revista de Occidente (1965). Cumbres es una admirable antología de textos, en colaboración con su madre, y donde promociones de americanos hispanistas han podido desvelar las claves de este país que aquellos «rojos de la Institución» amaban arrebatadamente.
Francisco García Lorca dirígíó la Escuela de Verano de Middlebury durante años, y Laura era su colaboradora en todo. Allí les conocí en 1956, y puedo decir que aquel encuentro con ellos y otros intelectuales inútiles supuso el salto fundamental de mi vida, como ocurrió a otros de mi generación. En Middlebury, Laura daba clases de Literatura española, cantaba y enseñaba a cantar las canciones populares españolas que había amado en la Institución Libre de Enseñanza, escuchaba con un encanto especial todas las peroratas imaginables de boca de los estudiantes, daba recetas de miel, cebolla y naranja de su Granada natal a las absortas americanas... Con verdadera maestría dirigía las obras del teatrito, que luego se repetían en Nueva York. Recordaré que en ese teatrito de Laura de los Ríos se estrenaron La fuente del Arcángel y La estratosfera, de Pedro Salinas.
De vuelta a Madrid, Laura siguió enseñando, participando en Mujeres Universitarias, al mismo tiempo que era la clave angular para su marido y sus hijas. Desgajada de Paco en 1976 -« ¡Qué terrible amputación!», me dijo-, volvió a hacer, de su duelo, trabajo. Sin compulsividad, pero llevada por la pasión en lo que creía y amaba, se dedicó a ordenar el manuscrito de Francisco García Lorca sobre su hermano Federico. Dos años trabajó con Mario Hemández para poner en pie una difícil y justísima tarea: sacar la luz propia del maravilloso personaje que, para bíen y para mal, había sido el hermano pequeño del más grande poeta español de este síglo. Federico y su mundo es un acto de amor y saberes en el que Laura de los Ríos fue sacerdotisa.
Su ilusión por la continuidad de la Institución Libre de Enseñanza le hizo remontar la pena de la viudedad y se entregó a resucitar las colonias de,verano para niños, que ya van por su tercer año de funcionamiento. Y a Villablino se iba Laura de los Ríos, como si tuviera veinte años, a enseñar una forma de vida.
El culto de la amistad era imperativo en ella. Una de las ceremonias más hermosas que he vivido ha sido ver a Laura y a Paco abrir su casa a los amigos. Ya fuera en Nueva York, Madrid o Nerja -patio de prodigios, ahora quieto sin ella-, esta mujer se dedicaba con una clase que yo no he visto en nadie al noble oficio de estar con los demás. Algo pasaba cuando te acogía con aquel abrazo ancho y vivo, presentaba a unos y otros con justeza y gracia. Sabía propiciar la fiesta, se reía a carcajadas, era irónica. Cuando llegaban mal dadas, muchos encontramos en Laura una compañía absolutamente curativa.
El último día de su vida, Laura de los Ríos fue feliz.
Babelia
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