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Tribuna
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Naturaleza, amor y libro

En la leve vibración nacional ante el centenario de Juan Ramón Jiménez se han deslizado, sin, embargo, inevitables comentarios que dan pie retrospectivo al temor del poeta: «Un día vendrá un hombre / que, echado sobre ti, te intente desnudar / de tu luto de ignota, / ¡palabra mía, hoy tan desnuda, tan clara! un hombre que te crea / sombra hecha agua de murmullo raro, / ¡a tío, voz mía, agua / de luz sencilla!». Pero aquella palabra desnuda y clara, agua de luz sencilla, se resiste a dejarse desnudar desde la plenitud durante largo tiempo aquí olvidada, desdeñada, ignorada.La tipicidad de Juan Ramón Jiménez, lo que mayor irritación ha provocado entre sus paisanos, es que entregó toda su vida, vivida en soledad sonora, a componer su obra. Obsesión tal, elogiable en cualquier otro campo del desvivir humano, es ahí contemplada como merma, como si una pasión asumida sin engaños colaterales resultara espectáculo insoportable.

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La pasión por el oficio de poeta

Bien vio el autor de Piedra y cielo que su exaltado empeño no tenía excesivos precedentes en la poesía española ni en lo que ya asomaba por el horizonte. De hecho, nadie de la generación del 27 tuvo la dignidad de dedicarle una mirada de justicia que habría desembocado en estos versos: «Hablaba de otro modo que nosotros todos, / de otras cosas de aquí, mas nunca dichas / antes que las dijera. Lo era todo: / Naturaleza, amor y libro. / Como la aurora, siempre / comenzaba de un modo no previsto, / ¡tan distante de todo lo soñado! / Siempre, como las doce, / llegaba a su cenit, de una manera / no sospechada, ¡tan distante de todo lo contado! Como el ocaso, siempre, / se caballa de un modo inexpresable, / ¡tan distante de todo lo pensado! / ¡Qué lejos y qué cerca / de mí su cuerpo! Su alma, / ¡qué lejos y qué cerca / de mí! / Naturaleza, amor y libro».

Se prefirió encerrarle, con máscara de cursi oso, en una torre ,de marfil. Pero sus palabras claras y distintas proclaman que fue libre y que a nada fue ajeno: Naturaleza, amor y libro. De esas palabras justas y vivas brotaba el dulce estímulo «¡Voz mía, canta, canta; / que mientras haya algo / que no hayas dicho tú, / tú nada has dicho! ». Dijo Naturaleza: « ¡Las marismas / llenas de bellos seres libres, que me esperan en un árbol, un agua o una nube, con su color, su forma, su canción, su jesto, / su ojo, / su comprensión hermosa, / dispuestos para mí que los entiendo! ». Dijo amor: « ¡En vano es que no quieras! ». Dijo libro: « i Con qué deleite, Obra, / te contengo en mi abrazo majistral, aunque me hieres, implacable, con tus mil puntas libres de oro y fuego! ». Dijo todo de distinta manera.

Y, al término sin término, sigue sin permitir que ni exégetas ni detractores coloquen la menor tachadura sobre su epitafio ideal: « ¡Libro acabado / caída carne mía, / labrador subterráneo de mi vida! » .

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