Según Ramón Ferrero, el aceite de RAPSA no había salido al mercado a primeros de mayo
Ramón Ferrero, ingeniero comercial de Raelca, la empresa que puso a la venta para el consumo humano 110.000 kilogramos de aceite de colza desnaturalizado, aceptó recibir a EL PAÍS en la prisión de Carabanchel (Madrid) y explicó, por primera vez ante un medio de comunicación desde que fue detenido y procesado, sus puntos de vista sobre el caso del envenenamiento masivo y su trasfondo.
No es fácil la conversación. Ferrero se revuelve inquieto en la butaca del despacho donde se celebra la entrevista. Habla entrecortadamente, como si cada frase, cada revelación, fuera producto de un parto doloroso. En el plazo de tres horas se levanta con frecuencia, unas veces con la intención de dar la reunión por terminada y otras para consultar a los compañeros más íntimos de cautiverio, su propio hermano Elías; el cuñado de éste, Cándido Hernández, y Jesús Portillo, presidente de Aceites Aguado del Prado.Lo cierto es que no saben muy bien lo que quieren. En determinado momento penetran en el despacho de la prisión los tres citados, en compañía de Ramón Ferrero, y vierten atropelladamente un resumen de los agravios que creen haber padecido. «Nos habéis hundido», dicen refiriéndose a la Prensa, «cuando no tenéis ni idea de lo que ha pasado realmente. Lo explicaremos, pero en su momento. Lo contaremos todo por escrito y vamos a poner en ridículo a los que nos han acusado. Vamos a sacar mucho dinero a cambio de la verdad sobre este tema». El hecho de considerarse víctimas de una conspiración, que creen urdida a medias por la Prensa, el Gobierno, los políticos, la policía y los jueces, no ha impedido a estos hombres conservar intacto su sentido mercantil, hasta en la situación difícil en que se encuentran.
Ya solo, Ramón Ferrero comienza el diálogo, salpicado de entradas y salidas, de puntos finales que acaban por convertirse en simples separaciones de párrafo. No obstante se niega en redondo a que se le fotografíe. No olvida el cuidado de su imagen personal y argumenta que no puede arreglarse, no le da tiempo a sustituir la ropa deportiva que lleva por una americana. Alto, rubio, de tez pecosa, apela con frecuencia a explicaciones decisivas y misteriosas que desvelará en un futuro indeterminado. Hay algo patético en su actitud. Probablemente, el aislamiento carcelario y su comprometida posición han terminado por hacerle olvidar los límites que separan la fantasía de la realidad.
«Estoy dispuesto a tomar muestras de nuestros aceites ante las cámaras de televisión, ante los jueces y ante todo el pueblo », asegura, «porque sé que no son los responsables de la enfermedad y de las muertes. Más aún, el aceite que compramos a RAPSA no puede ser el causante de la intoxicación, porque a primeros de mayo aún no habíamos puesto a la venta la primera partida. Por esas fechas ya había enfermos y algún muerto. Eso lo saben altos cargos, pero no han hecho nada para aclararlo», añade Ferrero, que retorna a la teoría de la conspiración contra él y sus socios. Luego reconoce que no dispone de pruebas para apoyar esa afirmación, pero reitera su convencimiento de que el aceite procedente de Rapsa no estaba en el mercado a primeros de mayo. ¿De dónde procedía el producto comercializado inmediatamente antes de esas fechas? «De Sevilla, de Abascal Romero».
Por otra parte, según el principal responsable de Raelca, «nosotros apenas vendíamos el 20% del aceite en Madrid, y el resto fuera de la capital, cuando la enfermedad ha atacado principalmente en la ciudad y en un porcentaje mucho menor en otras provincias».
Ferrero niega siquiera la existencia de un fraude comercial por parte de su empresa. «Teníamos todos los permisos en orden y habíamos sufrido una inspección de Trabajo y Sanidad, como consta en nuestros libros. Todas y cada una de las garrafas salían de Raelca con su correspondiente etiqueta. En el caso del aceite de colza se indicaba que era grasa de semillas. Ahora bien, yo no puedo saber lo que hacían luego los vendedores ambulantes. Si lo quitaban la etiqueta y lo vendían como oliva es problema suyo». En cuanto a la presencia en su almacén de trioleinas, producto de la pasta residual del refino de aceite, que recoge el exceso de sabor y olor de la grasa cruda y que se emplea ilegalmente para dar apariencia de oliva a aceites de semillas, «nunca lo hemos empleado en mezclas. Lo vendíamos de forma legal a pastelerías y bollerías, que lo utilizan con frecuencia. Es un producto muy apreciado».
Según Ramón Ferrero, «el aceite que compramos a RAPSA debía ser comestible, eso quedó muy claro siempre, en todas las conversaciones. Nosotros les devolvimos una cisterna de aceite refinado porque no era apto para el consumo. Así de claro. Aquello olía muy mal. Se descargó en los depósitos en mi ausencia y cuando llegué a la empresa mi hermano Elías me alertó. Sólo pagué a RAPSA unos quinientos quilos, que se derramaron por estar mal acoplada la manguera que se empleó en el trasiego».
El origen de sus compras a RAPSA, Ferrero lo explica del siguiente modo: «A finales del pasado año me llamó por teléfono un agente comercial de Barcelona, llamado Bonafont, ofreciéndome aceite de colza. No llegué a comprarle nada, porque simultáneamente recibí otra propuesta de Alabart Hermanos, de Reus, cuyo precio era unos cincuenta céntimos más barato por kilo. Por tanto, le compré a Alabart aceite de semillas, que era una mezcla de colza y otra cosa, creo que granilla de uva. Más adelante, Bonafont insistió, diciéndome que gracias a la eliminación de un intermediario en el refino podía rebajarme una peseta el precio de Alabart, que era de 96 pesetas por kilo. Le hice ver que el ahorro era muy escaso, si se eliminaba un intermediario, y conseguí concretar en 84 pesetas por kilo, sin transporte y pagando a tocateja. Cuando le pregunté dónde debía recoger la cisterna de 22.000 kilos me dio la dirección de RAPSA, en San Sebastián».
Después de la devolución de esa primera partida, Ferrero asegura que recibió instrucciones de Juan Miguel Bengoechea para que remitiera la factura de los gastos de transporte al socio de éste, Jorge Pich, en El Prat de Llobregat (Barcelona), cosa que hizo por correo, «aunque nunca recibí el dinero». La compra de las cinco partidas restantes de aceite crudo desnaturalizado, que fue el comercializado en garrafas, «se inició por la insistencia de Juan Miguel Bengoechea, que al principio me ofrecía un precio muy alto. Sólo nos pusimos de acuerdo cuando bajó hasta 75 pesetas, puesto en Madrid, aunque luego quería subirme a 78. Hay que tener en cuenta que, sumando cinco pesetas por kilo que costaba el refino, cuatro de transporte hasta Sevilla y 7.50 de mermas en el proceso, se nos ponía a más de noventa pesetas».
"Pich quedó en venderme"
Por lo que respecta a su relación con los restantes implicados en el caso, Ferrero afirma que sólo llegó a conocer personalmente a Juan Miguel Bengoecheay Jorge Pich. «El primero, de RAPSA, me visitó a mediados del pasado año. ¿Por qué? No estoy muy seguro. Quizá vio alguno de nuestros anuncios. Yo le enseñé nuestra nave, en Alcorcón, y todas las instalaciones de envasado. Ya por entonces me ofreció aceites, pero no cerramos ningún trato, ni mantuvimos contacto posterior. La otra ocasión fue en marzo, cerca de Madrid. Me citó y estuvimos hablando. Me ofreció colza bruta, después de la devolución que le había hecho, pero el precio era alto para mí, como he dicho. Sólo después ajustamos la cifra por teléfono. Recuerdo que me dijo que Garrote, su delegado en Madrid, no debía saber nada, porque los temas relacionados con el aceite comestible los llevaba él, Juan Miguel, en persona».
«Con Jorge Pich no había hablado nunca, ni por teléfono», continúa Ramón Ferrero, «hasta que me llamó a mediados de mayo y me citó en un hotel de Madrid. Creí que era para pagarme aquella factura del transporte. Me trajo una muestra de aceite de colza, en un botellín, y me contó que antes de verse conmigo había estado en el Ministerio de Comercio, arreglando un asunto de licencias. Me pidió una muestra del aceite de colza ya refinado, diciendo que era de parte de Bengoechea. Yo le llevé la muestra a Barcelona, días después, en un frasco de Danesa Bau, la refinería de Madrid. ¿Si llegó a venderme aceite Jorge Pich? Bueno, quedó en mandarme dos cisternas de colza, pero nunca las recibí».
Ferrero niega de plano haber tenido conocimiento de que el aceite que adquiría era desnaturalizado y asegura que nunca existió una llamada telefónica a RAPSA para preguntar si la sustancia añadida era ricino. «Se trata de una invención», afirma tajante, «de la persona que trabaja en las oficinas de los Bengoechea y que dice haberme informado de que no era ricino sino anilina. Yo compré aceite comestible. Si era malo, no es responsabilidad nuestra. Nosotros no hemos envenenado a nadie».
Con cierta amargura, Ramón Ferrero se muestra convencido de que «estamos encerrados aquí porque somos trabajadores, unos desgraciados». Y continúa: «Pero si es que nadie ha querido aclarar nada porque saben que no es el aceite, o por lo menos no es el nuestro. No han investigado otras empresas de Madrid, que vendían como nosotros a los ambulantes. No han querido analizar las muestras que tengo, de antes y después del refino de mi aceite, y que estoy dispuesto a tomar en público». Antes de perderse entre la multitud carcelaria, aún se vuelve para musitar: «Desde principios de julio estamos esperando nuevos interrogatorios, examen de pruebas que nosotros hemos pedido, careos, y no se hace nada. Pero nosotros no hemos sido, no hemos sido».
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