Los premios
Nada más llegar a Madrid me entero, como por casualidad, de que estoy optando denodadamente al Premi o Nacional de Literatura o cosa así. Yo no me presento a ese -premio, ni a ninguno, aunque todos me parecen buenos (mayormente para putrefaccionar) y respetables. Quizá me ha presentado la editorial del libro que ahora lucha, hospiciano, huérfano y tenue, contra la formidable y espantosa máquina de la Administración.No sé si la editorial tiene derecho a presentarme a nada (sin contar conmigo, yes), pero les agradezco que, entre tanto material como tienen publicado, se hayan decidido por una cosa mía para ganar el Nacional, que no sé si se sigue llamando Francisco Franco, José Antonio Primo de Rivera o qué (bien podría, pues que esos nombres vuelven a sonar mucho por la calle e, incluso, por la telerrobles). Se lo agradezco, sí, a los señores editores, pero no me presento, me niego, rechazo el rollo, y si se obstinasen en dármelo (de cualquier jurado se puede esperar lo peor), lo repudiaría con la misma solemnidad con que el difunto sha repudió a Soraya por estéril, ya que los premios, en efecto, me parecen estériles, porque no consagran a nadie, o consagran arbitrariamente, o consagran precisamente la nada, o se convierten en premios a la mejor maniobra de pasillos: jimkanas literarias que siempre gana el que sepa saltarse más directores generales a la garrocha o en pelo. Véase, a pie de página (que no hay), la lista de las recientes becas del Ministerio de Cultura, donde el señor Cavero, el señor Díaz-Plaja y el señor Torrente-Ballester, todos de mi mayor consideración, admiración y amistad, han contribuido cristianamente a reforzar el presupuesto familiar de unas cuantas carrozas literarias de vocación equivocada, ignorando el diluvio literario que viene.
Pasa, asimismo, que algunos que fueron jurados en lo de las becas ahora son concursantes en los nacionales, siendo así que la ventanilla ministerial de donde sale la pela larga es siempre la misma. Todo esto es lo que hace un Ministerio de Cultura que no tiene nada que hacer, porque sobra (tenía más función cuando era de propaganda, con Fraga). En cuanto a los escribas y fariseos, siempre hemos andado en la guerra sucia, navajeándonos por la espalda, hasta que sale una dama del. alba cantábrica como Venus marchita de las aguas industriales de Vigo, y entonces ya tenemos literatura femenina en España, que las mujeres siguen siendo una curiosidad zoológica para los escritores, los ministros y los jurados. Movida que a mí me parece respetable por vacilona, y en la que no entro al trapo del kilo o millón que le colocan al premio nacionalizado, porque uno, mayormente, escribe para los ciegos, para los analfabetos y para los que no saben castellano, un suponer los franceses, que Henry-François Rey, el gran novelista de Los pianos mecánicos, se ocupa elogiosamente de un libro mío en el Magazin Literario de París, incardinándolo felizmente en el barroco español, aunque aquí algunos tienen el barroco por nuestra lepra literaria, cuando yo creo que nuestra lepra, y no sólo literaria, son el realismo galdobarojiano, por una parte, y los premios, por otra. Hay que escribir para ciegos, analfabetos y franceses, tres razas liminares y tutelares. Eso es llegar al personal.
La noche en que llegué al Café Gijón, aprendí ya a distinguir dos clases de escritores: los que escriben para decir algo y los que escriben para premios. Mientras haya tantas cosas que decir, no me presento a premios. Gracias por ése que no me iban a dar, gracias por haberse acordado de mí, tíos, y el millón, para el Rastrillo, que este año anda más triste.
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