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Nicaragua entre dos sopas

Estados Unidos pensaba que los comunistas iban a tomarse el poder en Italia mediante las elecciones generales de abril de 1948. La Agencia Central de Inteligencia (CIA), que acababa de crearse, contribuyó a impedirlo con todo un sistema de maquinaciones truculentas que fueron reveladas hace poco por el escritor norteamericano Thomas Powers en un libro muy bien documentado: The man who kept secrets. Leído ahora, es asombroso cómo ese episodio de la Italia de aquellos tiempos se parece a otros que ocurrieron en Chile cuando Salvador Allende era el presidente constitucional, a los que ocurren casi a diario por estos días en América Central y el Caribe.Powers cuenta, en efecto, que el presidente Harry S. Truman aspiraba a una intervención directa de Estados Unidos en Italia en caso de una victoria comunista. George Kennan, que era el director de previsiones políticas del Departamento de Estado, dirigió a los diplomáticos norteamericanos en Europa la circular siguiente: "Italia es el país clave del continente. Si los comunistas ganaran las elecciones, nuestra posición en el Mediterráneo, y tal vez en toda Europa, se debilitaría de un modo considerable". No se le puede reprochar a este mensaje la moderación de sus términos. Pero basta con sustituir el Mediterráneo por el mar Caribe para sorprenderse con las analogías. Es como si Estados Unidos, en 35 años y después de haber llegado a la Luna, no hubiera cambiado ni un ápice su sistema de análisis ni sus métodos de intervención. Dice Powers, en efecto, que la CIA hizo circular cartas falsas y documentos supuestos del partido comunista para deteriorar su imagen pública. "Hizo publicaciones anónimas", agrega, "que evocaban de un modo impresionante los excesos cometidos por el Ejército rojo en Alemania, donde los soldados rusos saqueaban y violaban sin pudor, y pronosticaba para Italia una suerte igual a la de Polonia y Checoslovaquia, que apenas unas semanas antes habían pasado al dominio comunísta ".

Maniobras como éstas han sido puestas en práctica por los servicios secretos de Estados Unidos, e inclusive de un modo abierto por sus autoridades más altas, para justificar una intervención directa contra Cuba y Nicaragua y para facilitar un golpe de mano en El Salvador. Con el mismo desparpajo con que lo hubieran denunciado si fuera verdad, Estados Unidos dijo hace Linos dos meses que había asesores cubanos entre las guerrillas salvadoreñas. Poco después, el propio secretario de Estado de Estados Unidos, el general Alexander Halg, hizo saber a varios Gobiernos amigos que Cuba había mandado entre quinientos y seiscientos soldados de su Ejército para reforzar a las Fuerzas Armadas de Nicaragua. El Gobierno de Cuba desmintió en ambos casos las afirmaciones de Estados Unidos y pidió que se publicaran las pruebas. Nunca, por supuesto, serán publicadas, pero el efecto ya fue conseguido: en el ánimo de muchos quedará la duda para siempre.

Cuba y Nicaragua, que interpretaron estos y muchos otros infundios similares como indicios ciertos de que algo grande preparaba Estados Unidos contra ellas, tomaron precauciones elementales. Más aún: Cuba empezó a tomarlas, con una previsión de gato escaldado, desde la llegada de Ronald Reagan al poder. Entrenó a medio millón de civiles para la defensa del país ante una invasión eventual, con medio millón de armas compradas de urgencia en el único país que se las vende: la Unión Soviética. Esto significó, por supuesto, un enorme sacrificio para la economía cubana y un nuevo golpe para su producción. Es decir, que con sólo amenazar a Cuba, Estados Unidos consigue ocasionarle perjuicios irreparables.

Nicaragua, por su parte, está viviendo una situación de novela fantástica: todos sus esfuerzos, desde la victoria contra Somoza, se han orientado en el sentido de establecer una democracia pluralista, y Estados Unidos no ha hecho nada más que impedírselo. Amenazada desde el primer día por 3.000 guardias somocistas concentrados en la frontera con Honduras, el Gobierno nicaragüense salió a buscar armas para defenderse, y donde primero las solicitó fue en Estados Unidos. Se las negaron. De modo que fue a buscarlas donde se las quisieron dar, y encontraron un poco en distintos lados, inclusive en la Unión Soviética y los paises socialistas. Esto fue tomado como pretexto por Estados Unidos para castigar a Nicaragua por su flanco más débil, que es la economía: le cancelaron un crédito de setenta millones de dólares, que en el fondo no resolvía sus penas, y le suspendieron sin previo aviso un despacho de trigo, apenas 48 horas antes de que el país se quedara sin pan. México, cuya solidaridad ha sido constante, auxilió a Nicaragua con un cargamento de trigo de emergencia. Otro país se apresuró a ayudarle, en esta ocasión sin condiciones políticas de ninguna clase: Bulgaria.

Hace poco, un grupo de comunistas nicaragüenses fue encarcelado por incitar a la población a que exigiera la imposición inmediata de un régimen socialista. Casi al mismo tiempo, un grupo de empresarios privados, que cometieron el mismo delito desde el extremo contrario, fueron también arrestados. El hecho tuvo una vasta repercusión internacional, como prueba supuesta de una persecución a la iniciativa privada. En cambio, el encarcelamiento de los comunistas, del cual apenas si se habló en la Prensa internacional, fue considerado como una farsa del Gobierno de Nicaragua, a la cual se habrían prestado los propios extremistas presos.

No es, pues, extraño que un Gobierno acosado de un modo tan injusto desde los dos extremos pierda a veces la paciencia. Es esto lo que parece haberle ocurrido con el periódico La Prensa, que se complace en hostilizarlo, y no siempre con argumentos justos y oportunos. En dos ocasiones recientes, el Gobierno ha suspendido su publicación por un máximo de dos días, al cabo de los cuales ha reaparecido el diario con ínfulas de mártir y con la circulación aumentada. Es comprensible, pero no justificable, que el Gobierno de Nicaragua no tenga bastante serenidad y madurez para tolerar los excesos de un periódico que puede hacerle más daño con su desaparición que con sus provocaciones.

Conozco a los más destacados dirigentes de la Nicaragua de hoy desde mucho antes de que estuvieran en el poder, y sé que sus objetivos no están escritos en ningún esquema anterior, sino en uno propio y original, acorde con las condiciones de un país cuyo carácter no tiene muchas cosas en común con sus vecinos. "No queremos hacer una nueva Cuba", han dicho ellos muchas veces, "sino una nueva Nicaragua". Sin embargo, soy el primero en reconocer que en dos años han tenido que hacer muchas cosas en sentido contrario del que ellos hubieran querido. Lo han hecho obligados por la tozudez de Estados Unidos, que se empeña en empujarlos en brazos de la Unión Soviética sólo para demostrar que no hay sino dos sopas en este mundo, y que los países desamparados no tienen más opción que escoger una de las dos o morirse de hambre.

© 1981. Gabriel García Márquez-ACI.

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