La figura del Rey
EL ALTO lugar que ocupa el Rey en la organización estatal conlleva forzosamente los elementos de ambigüedad que le transmite la diferencia existente entre la delimitación constitucional de sus competencias y el funcionamiento real del sistema político. Quien empleara sólo un enfoque jurídico-formal para describir la posición del Rey dentro de las instituciones se referiría al título II de la Constitución, dedicado a la Corona, y extraería como conclusión que los poderes arbítrales y de moderación, característicos de las monarquías parlamentarias, constituyen el núcleo sustancial de sus funciones. Sin embargo, la realidad obliga a incluir en esos análisis otros factores (como el mando supremo de las Fuerzas Armadas), que no sólo realzan los auctoritas de don Juan Carlos, sino que además refuerzan su potestas muy por encima de lo que el organigrama estatal bosqueja. Frente al habitual estereotipo de que "el rey reina, pero no gobierna", tal vez había que decir que "el rey no gobierna, pero reina". Dada esta situación, parece difícil de evitar que la figura de don Juan Carlos intente ser aprovechada por quienes desean instrumentalizarla en su beneficio.Los cabecillas del golpe de Estado frustrado manipularon, con hipocresía y deslealtad, el nombre de don Juan Carlos en la tarde del 23 de febrero, y siguen utilizándolo en los trámites procesales del sumario abierto contra ellos por rebelión militar. Esta patraña no pertenece a una legítima defensa jurídica de los procesados, sino que forma parte de una repugnante ofensiva política para derribar la Monarquía parlamentaria y acabar con las libertades públicas.
De añadidura, la firmeza con que don Juan Carlos defendió, durante la noche del 23 de febrero, la legalidad constitucional hace al Trono primer objetivo de cualquier nuevo intento faccioso.
Pero la instrumentalización de la figura del Rey es un proyecto acariciado también por otros grupos y sectores, que, criticando la irracional brutalidad de los golpistas duros, quizá deseen alterar, por vías extraparlamentarias, el ordenamiento constitucional y recortar, mediante métodos presuntamente blandos, el régimen de libertades.
En ningún caso nos parece esto lícito, y en todos creemos que es peligroso: involucrar a la Corona en la política concreta es contribuir a amenazarla. El Gobierno tiene medios, capacidad y apoyo para poner orden donde no lo hay, sin menoscabo de la libertad. Y es evidente que no puede ser la calle -aun a pesar de las provocaciones que prepara la trama negra- el principal motivo de preocupación ahora.
Un sistema democrático permite que los conflictos políticos, las tensiones sociales y las luchas ideológicas afloren a plena luz y no se enconen y agraven, por culpa de su artificial ocultamiento y represión, hasta acumular la masa crítica que precede a las grandes explosiones. La perduración en los cargos es una característica estructural de las dictaduras, mientras que los sistemas parlamentarios permiten que los ciudadanos elijan, cada pocos años, a sus representantes y gobernantes. Y una vieja monarquía parlamentaria como la británica ha demostrado que la eficacia y la energía de los Gobiernos no sólo no son incompatibles con el debate político, sino que hunden, a largo plazo, sus raíces en el pluralismo y en la explicitación abierta de los conflictos. Estas son algunas meditaciones que brindamos al Ejecutivo.
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