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Cosas que se ven en la calle

Hace poco, un viejo amigo mío, que acabó metiéndose en los líos de la vida pública, se quejaba desde las páginas de unos periódicos de Madrid y de Barcelona: los políticos españoles actuales son objeto de graves campañas difamatorias, de acusaciones venenosas, de burlas sangrientas. Y yo no diré que no. La lamentación, en todo caso, me pareció extemporánea. Objeto de difamación, de veneno y de sarcasmo también lo somos los demás. Lo es el último obrero parado, por ejemplo, y cualquier vecino mesocrático incluso. En el fondo, la política que venimos arrastrando -gracias a Dios- desde la llamada transición en esta piel de toro ha sido más una tomadura de pelo que otra cosa. Y la cuestión no es de partidos. Vistos desde lejos, y sin ningún entusiasmo concreto, todos los partidos españoles hoy producen la impresión de ser un magma torpe y apretujado; todos, pese a sus aparentes o reales discrepancias, parecen primos hermanos.

Lo parecen y lo son. Me refiero al ámbito parlamentario, del cual emerge, por supuesto, algo distinto: la clase política. Clase o casta, se trata de un personal objetivamente distanciado de los intereses reales del vecindario. Ellos se lo guisan y ellos se lo comen, como el Juan Palomo del refrán castellano. Con un desdén absoluto proyectado sobre la población civil, la masa electoral o como se quiera que lo digamos. ¿No corren el riesgo de que el desdén sea recíproco? En la clase política todos son amigotes, y por mucha discrepancia ideológica o personal que les incordie, siempre acaban comiendo juntos: en un restaurante fino o en el pesebre administrativo de los sueldos. Pasan el rato haciéndose la puñeta los unos a los otros: de partido a partido, dentro de cada partido, como sea. Pero ellos son ellos, una gente remota, ocupada en sus tiquismiquis, que no tiene nada que ver con los problemas auténticos de la calle, de cualquier calle. Y todos son unos: pactan en seguida.

Me temo que, tal como funciona el aparato político español de la neonata democracia, la escisión entre ellos y nosotros se ahondará. Porque ellos, en definitiva,

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Cosas que se ven en la calle

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se han proclamado como clase. Y clase no son, porque una clase, desde Marx, es otra cosa: una clase social. Son la nomenklatura, como dicen, ahora los disidentes soviéticos. Cada partido tiene la suya, y todas juntas parlamentan, se sienten solidarias, y han de serlo. Todo eso tiene su lógica objetiva. Son la España oficial. ¿La España real? No me meteré en este lío que es la España real, ni este es el espacio ni el tiempo para hacerlo. Pero salta a la vista la línea divisoria. La calle va por un lado, con sus agobios, y la clase política va por otro, disputándose un poder delgado y suave. Lo peor de la clase política española es que ni siquiera manda. Ni sabe mandar. Y el tiempo es que no nos han de mandar al censo electoral. ¿No seríamos los electores quienes tendríamos la última palabra?

Nos han colocado en una democracia, y hacen trampas para que no lo sea. La indiferencia de la gente respecto a la clase política puede llegar a ser oprobiosa: minará la verdad de las urnas o las dejará al arbitrio de los nuevos caciquismos. Y es igual. Porque la clase política irá a la suya, y los demás nos entretendremos con la angustia de nuestra supervivencia. Derechas e izquierdas coinciden en el nivel convencional de la política. Por supuesto, la ciudadanía puede optar por volverle la espalda a la política y resignarse y abandonar el Estado en manos de quienes la disfrutan ya. Las diversas nomenklaturas locales, haciéndose el juego recíproco, pasan el rato, chupan del bote y nos dan sustos. La materia prima de la clase política está constituida por una incompetencia radical. Como en la mitad del mundo, desde luego. No creo que el Reino de España sea tan diferente.... La simple operación de bajar a la calle -a la calle se ha de bajar- tendría que ser aleccionadora a la clase: la calle puede inhibirse, a la vista de los trapicheos parlamentarios. Yo no profetizo que sí: es una eventualidad.

Y lo peor es que a la vuelta de la esquina está el golpe. ¿Quién no lo olfatea? Lo del 23-F fue una broma de mal gusto; lo que nos amenaza, ¿qué podría ser? ¿Una repetición de la guerra de Espana, un primorriverismo, la resurrección de Carrero Blanco? El vecindario se lo pregunta mientras ve la televisión. O ni siquiera se lo pregunta: lo da por hecho. Se resigna por adelantado. Y no es que "volveremos a las andadas": ya hemos vuelto. Volvemos a vegetar en el puré del franquismo, y mohoso, por añadidura. Todo lo de la clase es un mero disparate, o un esperpento. Hace años que vengo diciendo que la historia de España no la han de escribir don Claudio, ni don Américo, ni Vicens Vives: necesita la tinta cáustica de Valle-Inclán. ¿Qué glorioso Ruedo Ibérico no habría escrito don Ramón con la clase política de hoy, tan afluente de pillos, de subnormales y de tenores? Unamuno, en un insólito rapto de inteligencia, dijo que la democracia parlamentaria era una aristocracia de tenores. Lo malo es que ni siquiera tenemos tenores: la oratoria. Por no saber nada, la clase política ni sabe hablar. Ni convencer.

Y uno se encoge de hombros.

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