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El espejo de los mediocres

Las quejas acerca de la mediocridad de nuestra vida política, y por ende de nuestros políticos, son hoy, insistentes, perseverantes y casi tópicas. A veces las quejas van acompañadas con la cruel comparación del ejemplo: Enrique Múgica frente a Indalecio Prieto, Adolfo Suárez frente a Manuel Azaña, el ginecólogo Yáñez frente al doctor Negrín, Blas Piñar frente a José Antonio... La comparación suele enfrentar políticos de la actual democracia con políticos de la Segunda República. Porque los parangoneadores saltan por encima del franquismo: nadie compara a Lamo de Espinosa con don Cirilo Cánovas, a Martín Villa con don Blas Pérez, a Fernando Abril con Serrano Súñer... Ven el franquismo como un hiato histórico, un acallado paréntesis contemporáneo, bueno para ediciones especulares, pero no para mirarse en su espejo con ánimo de aprender de sus errores y de sus aciertos.Nadie -ni siquiera sus mediocres protagonistas- negaría hoy la mediocridad de nuestra mediocre vida política. Tierno Galván, que no es intelectualmente mediocre, justifica esta mediocridad en sus Cabos sueltos: "Quienes creemos que debemos luchar por el bien de todos, hemos aceptado y aceptamos la presencia de la ramplonería como un escalón democrático, hasta que una mayor igualdad de bienestar produzca una mayor desigualdad de espíritu".

Y es que no podemos enfrentarnos mediocremente al problema de la mediocridad. Quedarse, sin más, en esa comparación preñada de nostalgia manriqueña es postura pobre. Y además de pobre, es vieja. Un repaso a nuestra literatura política nos hace ver cómo el lamento comparativo que nosotros propinamos no tiene nada de original. Siempre lo hubo. Los ahora añorados prohombres de la República quedaron en su día malparados en las correspondientes comparanzas históricas. Así dijo Antonio Ramos Oliveira de tales repúblicos: "La oligarquía no tenía un Cánovas, ni siquiera un Maura o un Silvela. La clase media no podía presentar un pensador u hombre de acción comparable con Joaquín Costa. El proletariado había perdido a Pablo Iglesias, y el hueco no lo llenaría nadie...".

Así pues, la edad de oro en la Restauración?.

Antes de aceptarlo veamos lo que escribe Galdós en su Cánovas: "Los dos partidos que se han concordado para turnar pacíficamente en el poder son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto". Y leamos también lo que Azorín hace pensar a Costa (además de hacerle subir escalones): "El señor Costa piensa un momento, mientras sube la escalera de su casa, en estos eximios políticos de antaño, y luego, por asociación ideológica inevitable, piensa también en los pequenos políticos del presente". Los pequeños políticos del presente fueron los luego añorados por el historiador socialista Antonio Ramos Oliveira. Y, según Azorín, esos pequeños políticos,del presente provocaban en Costa una suerte de "melancolía incurable" (algo así como el dolorido sentir garcilasiano) al enfrentarlos con los "eximios políticos de antaño". ¿Quiénes eran éstos? A saber: Mendizábal, Argüelles y Calatrava.

Sigamos en el tiempo. Justo en el tiempo de los eximios azorinianos. Y oigamos estos dos endecasílabos de doña Gertrudis Gómez de Avellaneda: "¡Dichosa entonces la nación que cuna / fue de Pelayos, Cides y Guzmanes!".

Y así, a caballo de la melancolía incurable, podríamos llegar a Sertorio o Viriato; y no digamos ya a Indíbil y Mandonio, que esos sí que tenían individualidad y mando... Mirar hacia atrás.

Porque aunque nuestros ojos estén dirigidos al frente, la vida se explica siempre mirando hacia el pasado. Y al igual que ocurre con el horizonte geográfico, también el horizonte del pasado parece que nunca es alcanzado. Siempre aparece otro horizonte lejano cuando llegamos al que antes veíamos. El horizonte del pasado es como el ideal de nuestro futuro: nunca el hombre llega a él; morirá como Moisés en el monte Nebo, antes de alcanzar la Tierra Prometida. Y el grado de su inevitable frustración vital se medirá por la distancia mayor o menor a esta tierra promisoria del ideal. El fracaso va unido a la condición humana, pues es condición del hombre no realizar nunca con plenitud todo aquello que desea. Nunca coinciden su vida y su sueño, y siempre queda lejos de su propio destino. El animal, en cambio, lo realiza plenamente. Un león siempre hace vida de león, excepto cuando por los avatares de la vida el desgracíado se ve obligado a ganarse la comida dando saltos en un circo.

Muchos piensan que nunca en tiempo de libertad, como ahora, fue tan grande la distancia entre nuestra vida y nuestro destino. La mediocridad de nuestros políticos se ve aún mayor al medirla con la enorme magnitud de nuestros problemas nacionales. Pero también es verdad -y ahí reside la esperanza- que si los políticos de hoy son inferiores a los repúblicos de ayer, como éstos lo fueron a los restauradores y, a su vez, los restauradores a los eximios del tiempo de doña Gertrudis; también parece verdad, decimos, que el español de hoy es mejor que el de ayer, como el de ayer parecía serlo mejor que el de anteayer. Así que váyase una cosa por la otra.

Esa puede ser la esperanza ante una crisis no menor que esas crisis de fin de siglo tan reiteradas en nuestra crítica historia. Apenas si faltan en ninguno de los siglos últimos, desde hace por lo menos seis.

No es, ciertarriente, una maldición finisecular., sino tan sólo una coincidencia de esas que tanto atraían a los cultivadores de la historia recreativa, cuando existía una historia recreativa. Verdad es que ya no hay historia recreativa, y ni siquiera aquella filsica recreativa tan propia de los salones aristocráticos de la Ilustración.

Lo único recreativo que ahora nos queda en el mundo es el Club Recreativo de Huelva, choquero decano de los equipos de fútbol españoles, herencia anglosajona, como el té de las cinco, los eucaliptos australianos y el bicameralismo.

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