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Un escultor versátil

La inauguración de una amplia muestra de Pablo Gargallo en el bellísimo palacio de Cristal, del Retiro, hace participar a nuestra ciudad en la celebración del centenario del nacimiento de este gran escultor español, protagonista muy importante de la vanguardia histórica.La primera ciudad en celebrarlo fue París, que, en su momento, acogió a Gargallo como a la mayoría de los artistas españoles de vanguardia. Después le tocó el turno a Barcelona, que fue donde se crió humana y artísticamente el escultor.

Ahora, por fin, podemos ver la exposición en Madrid, que no tuvo ninguna vinculación especial -salvo una corta estancia en 1905-con la biografía de Gargallo, pero que estoy seguro que le rendirá el tributo de admiración popular que se merece, como ya lo hizo hace cincuenta años en el Museo de Arte Moderno por primera vez, al exhibirse una exposición de 36 esculturas, que entonces conmemoraba el reciente fallecimiento del maestro, o, en 1971, cuando se presentó una antológica de 77 piezas en el Museo de Arte Contemporáneo, por no hablar de las 33 que mostró en 1975 la Galería Theo, de Madrid.

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Cerca de 200 obras de Pablo Gargallo, expuestas desde ayer en el Retiro de Madrid

Nada, sin embargo, que pueda compararse con la que se inauguró ayer en el palacio de Cristal, con cerca de doscientas obras entre esculturas y dibujos. En este sentido, no creo que se pueda dar mucho más de sí y, por tanto, la ocasión parece única para afrontar de una vez la adecuada valoración de Gargallo en el contexto de la escultura contemporánea. Para ello aquí contamos con obras de todo tipo y de todas las épocas, que es el requisito imprescindible. Ya que por haber hay hasta dibujos infantiles, hechos a conciencia, con una seriedad profesional que impresiona.

He hablado de la necesidad de valorar a Gargallo porque tengo la sensación que le ha pasado lo que hasta hace poco le ocurría también a la obra de ese otro gran escultor español que fue Julio González: todo el mundo reconocía su importancia, pero apenas discernía el por qué de la misma. Es cierto que uno -Julio González- vivió trágicamente en la oscuridad, aplastado por la imagen de Picasso, y que el otro -Pablo Gargallo- era una personalidad antiespectáculo, que murió además prematuramente en 1934, en plena madurez creadora; no obstante, cada uno a su manera, desempeñaron un papel muy relevante en el desarrollo de la plástica contemporánea.

Pablo Gargallo, que conoció un importante éxito en la etapa final de su vida, fue un escultor fluido y versátil, y esta destreza se ha interpretado erróneamente a veces como superficialidad y eclecticismo. Nada más errado para un escultor que lleva tan seriamente la ejecución de su obra hasta apurar con precisión el mínimo detalle. Estaba dotado, además, de un espíritu inquieto, abierto a toda suerte de investigaciones formales, como se puede apreciar en la evolución de su obra, pero no tenía el temperamento reconcentrado y bronco de Julio González; su sensibilidad era mucho más mediterránea y estaba dotada de sensualidad y ritmo.

Un artista total

Gargallo, en efecto, podía pasar del modernismo ampuloso al refinamiento decó sin contradecirse, como pudo compenetrarse con la solidez clásica y sensual del desnudo femenino sin perder la gracia rítmica de hacer arabescos con las virutas del hierro.

Vistas en esta exposición todas las piezas mezcladas, subyace la sensación de unidad profunda, esencial, que nos lleva a veces a apreciar resonancias entre los dibujos y modelados más tempranos y las obras de plena madurez. Perspicaz observador, Gargallo sabe sacar de un rostro toda su hondura y también la expresividad chispeante, pero, sobre todo, es maestro soberano del ritmo, desde la grácil ondulación del torso hasta la vibrante animación del vacío con el entrecruzamiento musical de líneas. Era, además, muy capaz de extraer en su momento una energía desbordante como lo hacía su admirado Rodin, y así lo puso de manifiesto en el celebérrimo Profeta, que irradia potentísimamente una oleada energética expansiva. Esta exposición dejará claro, en definitiva, que sin Gargallo, como también sin Julio González, la escultura contemporánea no sería lo que es y, desde luego, el hierro carecería del alma y la gracia que todos ahora sabemos que tiene como material plástico.

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