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Larbaud: el centenario silenciado de un erudito

Para muchos su nombre será, tal vez, el de un «enamorado de España», país que recorrió a menudo y en el que residió largamente, traductor de Ramón Gómez de la Serna y autor de una novela -Fermina Márquez- de nombre español. Para los más selectos, Larbaud (cuyo primer centenario se celebra este año; había nacido en Vichy el 29 de agosto de 1981) será el poeta tocado de spleen y cosmopolitismo, él, riche amateur que recorría la iluminada Europa nocturna en trenes de lujo, de Madrid a Estambul, como el millonario alter ego de sus poemas A. 0. Barnabooth.

Sería para estos últimos Valery Larbaud la imagen del «mundano», del hombre que, sin desdeñar ninguna particularidad singular (es más, cultivando todo «lo singular»), aspira a una cultura internacional, sin fronteras, a un mundo de grandes horizontes y grandes orígenes, hermoso ideal de entreguerras, tal vez perdido hoy entre los pobres nacionalismos que nos amenazan.

Pero, siendo todo lo que antecede verdad, se nos escaparía en tal bosquejo el mejor Valery Larbaud, posiblemente no sin placer suyo, pues dijo en un poema que «escribía siempre con una máscara en el rostro ... ». Y es que el mejor Valery Larbaud es ante todo un bon vivant -en cierto modo, y salvando estilos- como Lezama Lima. Alguien que pretendió la vida como placer, y como placer, asimismo, la literatura. Las muchachas jóvenes, los climas cálidos, los viajes de lujo por una Europa idéntica y distinta, los libros -los clásicos y los modernos-, el gusto por las palabras, se mezclaban en él con la afición -tan de los años veinte- al cóctel, a la buena mesa, a un afán voluptuoso por devorar, conocer, aprehender.

Epicúreo tentado por una curiosidad universal, Larbaud creó un heterónimo, al que adjudicó una singular y bella colección de poemas (Poesies de A. O. Barnabooth), en la que el nuevo versolibrismo se alía con cierta tradición decadente. Escribió relatos de título acertadísimo (Belleza, mi hermoso deseo o Amantes, felices amantes, por ejemplo) y libros de viaje y erudición amena, donde el amor -mezclado, ya he dicho, a muchachas, filología o ciudades- se entremezcla con un estilo limpio y fácil, lleno siempre de referencias, que recuerda a Emontaigne, también por su hedonismo, y que el propio Larbaud -modesta y acertadamente- llamó «un poco de prosa francesa».

Pero hay más. Descubrió a los francese a un raro poeta del siglo XVI, Maurice Scève, piedra angular del preciosismo; tradujo a Samuel Butler, a Gabriel Miró, a Gómez de la Serna, y el Ulises, de Joyce, en colaboración con el autor mismo, y escribió un excelente libro sobre el arte de lá traducción y los traductores (Bajo la invocación de san Jerónimo), editado por primera vez en 1945.

¿Se trata, pues, de una «figura menor»? No, al menos en el sentido peyorativo que se suele dar en español al dicho. En Larbaud «lo menor, la ausencia, pudiéramos decir, de un gran propósito, no es sino un rasgo de estilo. Y él que fue también el primero en escribir internacionalmente sobre Borgegpudo asimismo decir que se imaginaba el paraíso «bajo la especie de una biblioteca».

Murió en 1957, pero desde 1935 (en que sufrió una hemiplejía) vivió afásico y casi sin movimiento. Le gustaba que le visitasen muchachitas -se dijo- y se entretenía leyendo La Ilíada e incontables y variados diccionarios.

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