Razón de los estatutos
Desde los años cincuenta, dijimos y repetimos con insistencia que la peor herencia que Franco dejaría a España sería el problema de las nacionalidades, porque las cuatro décadas de su dictadura lo habían enconado gravemente. Lo ocurrido después, es cosa de todos los españoles sabida por vivida. Hoy resulta lugar común en nuestro país lamentar el embrollo de las autonomías, con justificada razón, pues las improvisaciones y los trapicheos políticos, de que algunas de nuestras más viejas e ilustres regiones han sido víctimas, a partir de 1978 han enmarañado el asunto con manifiesta torpeza.Aunque sea brevísimamente, trataremos aquí de examinar la cuestión desde su misma base. ¿Por qué y para qué son en España necesarias las autonomías de sus diversas regiones históricas? Un rápido análisis nos muestra que dos grandes razones lo exigen ineludiblemente: una, de validez general y naturaleza política; otra, específicamente española y radicalmente nacional.
El estado descentralizado y las autonomías regionales son fornias de gobierno y administración pública en principio más democráticas y eficaces que el centralismo estatal, porque acercan el poder al pueblo y hacen la gestión del interés común más asequible a los ciudadanos. El regionalismo -y más aún el federalismo- implica una concepción del estado superior al unitarismo centralista que tantos daños ha causado a España. La concentración de los podéres públicos en un solo gobierno, con sede en la capital, ejercido con rígido criterio unitario e insaciable afán de absorción, llegó en el Estado español durante el franquismo a extremos nunca antes alcanzados, causándo todo género de estragos (políticos, económicos, culturales ... ), especialmente en las regiones menos atendidas (el caso de la provincia de Soria es uno de los más impresionantes). Nada tiene, pues, de extraño que se haya extendido entre los españoles un amplio sentimiento anticentralista y que en 1978 se considerara necesario introducir en la nueva Constítucíón las bases de una España de las autonomías.
Otra, profundísima, razón -concretamente española y más que de índole política de condición nacional- que en España impone, dentro del marco constitucional vigente, la necesidad de las autonomías regíonales es la naturaleza misrna de la nación española. Porque España no es una nación homogénea, como lo son otras muchas naciones, sino una entidad nacional muy compleja y varia, una comunidad o familia de pueblos a ninguno de los cuales conviene el gentilicio español más ni menos que a cualquiera de los restantes; conjunto que ya en la Edad Media recibió el nombre plural de las Españas, y que hace tiempo definimos como una nación de naciones, concepto al que se acerca el art. 2 de la Constitución, según el cual la nación espafiola está integrada por diversas nacionalidadesy regiones.
Nacionalidades o regiones históricas
Galicia, Asturias, León, Castilla la Vieja, el País Vasco (Alava, Vizcaya y Guipúzcoa como unidades histórico- políticas independientes), Navarra, Aragón, Cataluña, Extremadura, Castilla la Nueva (antiguo reino de Toledo), las islas Baleares, Valencia,* Murcia, Andalucía y las islas Canarias -aparte de Portugal, desprendida del antiguo reino de León en el siglo XII y hoy estado independienteson las quince nacionalidádes o regiones históricas que, a partir de la llamada Reconquista y con mayor o menor relevancia, ocupan el territorio y la escena histórica de España. Todas ellas auténticas creaciones de la historia nacional -la más antigua del siglo VIII, la más reciente del XV-, no artificiosos inventos del Estado español, como de algunas a la ligera se ha dicho, y todas igualmente españolas, cualesquiera que sean su asiento geográfico y su particular cultura.
Tan manifesta es la personalidad propia de cada uno de estos diversos pueblos, que fácilmente se perciben en ellos mayores diferencias que las a primera vista observables entre otros que hoy constituyen naciones independientes (entre un gallego y un valenciano, o entre un vasco y un andaluz, por ejemplo, se advierte de inmediato mayor contraste que entre un sueco y un noruego, o entre un argentino y un uruguayo). Diversidad que, no obstante, todas las presiones uniformizadoras (políticas, administrativas y culturales) ejercidas sobre los españoles por el centralismo estatal, éstos se mantienen fieles, a través de los siglos, a sus respectivos gentilicios regionales (asturianos, vascos, andaluces, catalanes, extremeños ... ), firme y entrañablemente arraigados en la conciencia nacional. Esta pluralidad histórica y natural, considerada por algunos como grave mal de la nación que es preciso extirpar, constituye para quienes concebimos a España en su cabal integridad uno de sus más ricos tesoros espirituales, digno del mayor respeto y de amorosa protección.
Por otra parte, la permanente convivencia en el suelo de la Península; la multimilenaria historia conjunta; la lucha por la independencia frente a invasores extranjeros, frecuentemente integrados a la larga en el conjunto español; la participación en empre sas comunes, venturosas unas, in faustas otras..., han creado al correr de los siglos una conciencia, unos sentimientos y una voluntad co munitaria entre todos los pueblos de España que, por encima de sus diferencias, constituyen la base histórica y el principal fundamento humano de la nación española. Porque las naciones son criaturas que la historia pare tras lenta y complicada gestación. Y su base y su razón última están en la conciencia que de pertenecer a ellas tienen los individuos que las componen; convivencia colectiva que se mantiene sobre todo de la me moria histórica,
Tradiciones opuestas
Desde la Edad Media se han encontrado en Espafia dos tradiciones opuestas. Una pluralista y federativa, con tres ramas diferentes: la vieja Castilla, propiamente dicha, y sus vecinas y aliadas, las comunidades vascongadas (Alava, Vizcaya y Guipúzcoa), a ella voluntariamente unidas; los países de la corona catalano-aragonesa (Cataluña, Aragón, Valencia y las islas Baleares), y Navarra, que se unió a la corona de León y Castilla en el siglo XV, conservando su condición de reíno por sí. Esta tradición, de muy viejas raíces, se manifiesta en el siglo XIX en dos campos políticos opuestos: el carlismo foral y el republicanismo federal.
Otra concepción de España, unitarista y centralizadora, es la heredada del imperio visigodo, que, a través de la monarquía neogótica, nacida en Covadonga, se extiende ampliamente por el suelo peninsular, pasa al imperio español, y tiene un anacrónico y fugaz rebrote seudoimperial en la prímera etapa del francofalangismo. La nación española viene así enredada, desde hace siglos, en una permanente contradicción entre la naturaleza plural y varia del país y sus comunidades históricas, y el régimen centralista y homogeneizador que las oligarquías dominantes han tratado de imponerle.
Grave daño a nuestra tradición pluralista autóctona fue la introducción en España de la idea francesa del Estado nacional, originada en el absolutismo borbónico y desarrollada, con otra filosofía política, por el jacobinismo republicano y el imperio napoleónico. Una nación: un Estado, una lengua, una sola ley, una sola bandera, un Gobierno centralizado. Deslumbrados por el brillo de la Revolución Francesa, nuestros progresistas del siglo XIX creyeron, en general, que todos los pueblos del mundo debían seguir el modelo nacional parisino. Error que muy caro hemos pagado. La división de España en provincias, a imitación de los departamentos franceses, establecida por un simple real decreto de 1833, alteró arbitrariamente en algunas regiones los límites tradicionales de las viejas comunidades, para crear nuevas entidades administrativas, sembrando así el germen de conflictos que hoy vienen a complicar más la confusión provocada por nuevos proyectos regionales concebidos con excesiva ligereza.
Vinculación a la idea federal
España necesita una idea de la nación acorde con su propia, naturaleza, ímposible de hallar en modelos extranjeros incongruentes, con nuestra historia y nuestra realidad nacional, que conciba la integridad de la patria como unión de sus diversos pueblos en el aspecto a la personalidad y el Gobierno interno de cada uno de ellos; y una concepción federal del Estado, porque el federalismo es el régimen político que mejor armoniza la unión con la diversidad; la solidaridad de¡ conjunto con la particularidad de los elementos que lo componen. Nuestro país está intrínsecamente vínculado a la idea federal por la naturaleza misma de la nación española. Si hay alguna nación en el mundo -hemos dicho en otro lugar- que por su naturaleza, su geograf'ia, su historia y su cultura, requiera un Estado democrático de estructura federal firmemente trabada, ninguno más que España.
La Constitución de 1978, que define a Espafía como integrada por diversas nacionalidades y regiones, y reconoce a todas ellas el derecho a la propia autonomía, aunque no está basada en una concepción federal del Estado, contiene los principios necesarios para una buena solución del gran problema de nuestrá complejidad nacional. De acuerdo con ella, los estatutos de autonomía son los instrumentos jurídicos que las nacionalidades o regiones históricas de España necesitan para la protección de su particular identidad.
Extender y consolidar el Gobierno democrático en todos los ámbitos del país. Respetar la personalidad de todos los pueblos hispanos y ayudar al desarrollo de sus respectivas culturas afirmando, a la vez, la integridad del conjunto español. Tales son las razones fun damentales de los estatutos que la Constitución de 1978 acertada mente establece. La primera se ar ticula en torno a elementos objeti vos (geográficos, económicos, le gales ... ); la segunda, se basa en va lores humanos no mensurables (memoria histórica, conciencia y voluntad colectivas de muche dumbres humanas ...). En la apreciación de aquélla, conviene tener en cuenta la opinión de los exper tos; en el enfoque de ésta, puede ser desastroso el consejo de tecnócra tas carentes de adecuada sensibilidad.
* Para evitar confusiones entre la ciudad, la provincia y la región pluriprovincial del mismo nombre, los valencianos han decidido llamar a ésta País Valenciano, ejemplo válido para el antiguo reino de León y para el territorio no castellano del antiguo reino de Toledo, confusamente llamado Castilla la Nueva.
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