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Tribuna
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Antinomias en la educación

Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona

Un nuevo principio de curso bien merece una consideración global de los temas educativos que se eleve por encima del conflicto concreto o del problema de cada día para tratar de alcanzar las coordenadas generales en que la mayor parte de ellos se plantea. Estas coordenadas presentan muchas veces el carácter de antinomias que dificultan-, y en todo caso, condicionan la política educativa.Administrar o educar

He aquí la primera antinomia que aparece en el quehacer cotidiano de un Ministerio de Educación. Administrar se refiere a la ordenación de los medios materiales y personales que hacen posible la educación. La inmensa mayoría de las cuestiones urgentes que exigen imperiosamente una solución son de esta índole. Plantean insuficiencias presupuestarias, esclerosis de gestión, problemas de personal. Ocurre, sin embargo, que su solución muchas veces radica en centros de decisión externos a la propia Administración educativa. De ahí resulta lo que cabe denominar disfuncionalidad congénita de los ministerios de Educación. En el caso español, esta disfuncionalidad es notoria. Del Ministerio de Educación depende casi la mitad de los funcioñarios públicos existentes. El Ministerio de Educación es además, el primero en cuanto á consignaciones presupuestarias. Pues bien, ni en la política general de personal ni en la política presupuestaria -ni siquiera interna del departamento- existe un margen suficiente de decisión propia, basada en requerimientos estrictamente educativos. El objetivo educativo queda, a veces, supeditado a exigencias de la Administración no educativa.

Cantidad o calidad

La realidad descrita tiene repercusión inmediata sobre la prioridad que se concede a los planteamientos cuantitativos y cualitativos de la educación. Aún hoy estamos obsesionados por la cantidad. Nos preocupa la cantidad de alumnos que se escolarizan; nos preocupa menos qué es lo que esos alumnos aprenden. Dedícamos mucho esfuerzo a la construcción de centros escolares, pero poca atención a la calidad de esas construcciones que en poco tiempo pueden deteriorarse de modo deplorable. Nos martiriza la cantidad (exigua) que cobran nuestros profesores (de todos los niveles) a fin de mes. Pasamos a veces por alto la exigencia de calidad en el profesorado, los requerimientos mínimos de su selección, formación y perfeccíonamiento.

Las fuerzas sociales espontáneas se movilizan preferentemente en torno a problemas cuantitativos. Importa que los alumnos tengan plazas escolares, que vayan a clase con regularidad, que pasen curso y luego obtengan alguna clase de título o certificado. Importa qiie los profesores cobren más, que los padres paguen menos (o nada); que los profesores tengan estabilidad en el empleo y no sean desplazados fuera de su provincia.

Las preocupaciones por la calidad aparecen menos. Se puede cumplir con unas breves invocaciones de ritual. La exigencia de calidad, en el fondo, resulta molesta; es un incordio. Obliga a sacudir de la rutina a respetables maquinarias burocráticas del Ministerio. Obliga a avivar el seso a más de uno, incluido el ministro del ramo. Conlleva la introducción de mayor competitividad en todos los niveles. Exige más estudio a los alumnos y un esfuerzo permanente de puesta al día en el profesorado. Nada de esto se suele reclamar con apremio desde las instancias sociales.

Educación y empleo

La sociedad española se ha venido conformando con el proceso de crecimiento cuantitativo de la educación. La generalización de la educación básica a toda la población en edad escolar es un hecho. Ahora la aspiración social parece encaminarse a que haya muchos más españoles con el título de bachiller y con estudios universitarios. Se heredan así las pautas de valoración propias del pasado. Los padres aspiran a que sus hijos alcancen un título que en su tiempo era símbolo de status. Pero resulta que en la sociedad tecnológica avanzada los requerimientos del empleo pueden pulverizar muchos símbolos de status heredados. La necesidad de reorientar las prioridades sociales y de ajustar el producto del sistema educativo a las necesldades económicas es un objetivo indeclinable. Hay que convencer a las fuerzas vivas de aquí y de allá que no siempre es necesario, y desde luego no es posible, crear un instituto de bachillerato en cada pueblo y una universidad en cada capital de provincia. Hay que convencer a la sociedad española de la dignidad, importancia y rendimiento económico de la enseñanza técnico-profesional. La actual reforma de las enseñanzas medias, hoy sometida a información pública, va precisamente en esta dirección. El esfuerzo por regular el acceso a algunas facultades y escuelas universitarias se encamina también a evitar que el sistema educativo sea productor de desempleo y frustraciones.

Enseñanza pública o enseñanza privada

De todas las antinomias educativas ésta es la más resistente a la racionalización. Está llena de paradojas, de prejuicios y de intereses apenas encubiertos. Se tiende a presentar el problema en términos de fuerte antagonismo. Lo que es bueno para la enseñanza pública -parece sobreentenderse- es malo para la privada, y viceversa. Cuando un tema educativo resulta de difícil enjuiciamiento o diagnóstico puede enfocarse desde esta dicotomía con resultados muy seguros. Así, de una huelga de profesorado estatal se puede decir que está sostenida por el Ministerio para «deteriorar la enseñanza pública», y a la inversa, se puede atacar la política de construcciones escolares porque está concebida para «dañar la enseñanza privada». Aunque, naturalmente, esos hechos no tengan la menor verosimilitud, la fuerza del prejuicio puede resultar espectacular en amplios sectores de la opinión.

La llamada cuestión escolar no es una onginalídad de nuestro país. Sí lo es que a estas alturas se quiera mantener en términos virulentos. Los ejemplos más próximos parecen demostrar la conveniencla de alcanzar pronto un auténticopacto escolar. Las líneas maestras de ese posible pacto están en la Constitución, que proclama al mismo tíempo la libertad de enseñanza, la gratuidad de la enseñanza obligatoria y la participación de todos los sectores de la comunidad escolar. Es un camino no exento de dificultades que exige también superar viejos estereotipos: el de una izquierda como curas, por ejemplo, o el de una derecha asociada con la Iglesia para perpetuar sus privilegios. Es un camino que debe emprenderse reconociendo la necesidad de convivencia en España entre la enseñanza pública y la privada, así como el efecto enriquecedor de esta convivencia en la medida que dé posibilidades de elección a todos los españoles entre distintos tipos de enseñanza. Un camino que nos debe llevar, en suma, a reconocer también que lo que es bueno para la enseñanza (pública o prívada) es bueno para la enseñanza, sin más.

Estado o comunidades autónomas

Con el llamado Estado de las autonomías, los problemas educativos se empíezan a plantear en una dimensión nueva: la tensión entre las comunidades autónomas, que reclaman competencias y servicios, y el Estado, que pretende reservarse unas potestades suficientes para la ordenación general del sistema educativo.

La dimensión autonómica en los problemas educativos es otra coordenada con la que hay que contar para el futuro y que sólo puede asumirse con un cambio radical de mentalidad. La proclividad al simplismo lleva a veces a pensar que la perspectiva autónomica de un problema educativo se reduce a dilucidar quién es el competente -el Estado o una comunidad autónoma- para desempeñar una determinada función o prestar un servicio. Pero la autonomía no debería ifdentificarse con un mero traspaso de servicios. No se trata de que el Estado se vacíe de competencias en favor de las comunidades. No es cuestión tampoco de que hagan las comunidades en el futuro lo que hasta ahora hacía el Estado. Menos aún que las comunidades se inclinen a hacer ahora lo contrario de lo que hacía antes el Estado. El cambio no puede consistir en hacer lo mismo que antes, sólo que al revés. Este peligro, por ejemplo, aparece ya en la política lingüística. El cambio autonómico debería suponer algo más profundo. Una corroboración de nuestra identidad como españoles, en el plano cultural y educativo, desde unos supuestos más amplios de libertad y pluralismo. De ahí que el Estado, en materia de educación, no pueda conformarse con desempeñar el residuo de los servicios no transferidos, cuando ese residuo queda, sino que debe replantear, en desarrollo de la Constitución, el ámbito de sus propias competencias, muchas de ellas nuevas, para asegurar un esquema básico de unidad en todo el sistema educativo.

Juan Antonio Ortega es ministro de Educación y Ciencia.

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