La corte de los milagros
Una sustanciosa polémica sobre el déficit público se desarrolló en estas páginas desde finales de junio. Rafael Termes, presidente de la patronal bancaria (AEBP), afirmó en dos largos y doctos artículos (28 y 29 de junio de 1981) que, una vez puestos de acuerdo sobre la definición, sus estimaciones del déficit de las administraciones públicas en términos de cuentas nacionales -único que reflejaría un fenómeno económico relevante- no eran catastrofistas -como se acusó a AEBP-, sino acertadas para 1980 (el 3,44% del PIB; se estima en el 4,56% para 198 l). Más importante, el recurso al crédito para financiar ese déficit detraería fondos ansiosamente requeridos por el sector privado. El ministro de Hacienda respondió de inmediato (5 y 7 de julio) con artículos políticos y no menos largos diciendo que su Ministerio había dado toda la información necesaria, que no hay que caer en simplificaciones y que, después de todo, se produce déficit porque son muchos los grupos sociales, banca sobre todo, que quieren comer la sopa boba del Estado. Un editorial de este diario (25 de julio) y advertencias del gobernador del Banco de España contra el déficit público (30 de julio) provocaron artículos de militantes del PSOE (31 de julio y 5 y 19 de agosto) defendiendo al sector público y su déficit, «superado ligeramente por el conjunto de países de la OCDE», y llamando «neoliberales» (?) a los que se oponen a ese déficit.Modo de producción estatal
A mí, que ni milito en partidos ni vivo del presupuesto del Estado y ejerzo -por libre- de economista, los razonamientos coincidentes del ministro (UCD) de Hacienda y los militantes del PSOE me parecen tristemente significativos. En primer lugar, por el poco eco que un tema tan crucial para nuestra democracia y nuestra economía como la dialéctica Estado/sociedad civil ha provocado en los profesionales independientes de las ciencias sociales. En segundo lugar, como consecuencia, porque nadie ha rebatido todavía las argumentaciones técnicas de Termes. Y, en tercer lugar, porque el ministro de Hacienda vino a decir, como argumento fundamental en defensa del déficit, que ya podrían los bancos y otros grupos sociales estar contentos, porque todos reciben los dineros públicos subvencionados.
Estamos entrando de lleno en el modo de producción estatal, donde el Estado no solamente asegura proporciones crecientes del PIB y de la cultura (y toda la política), sino que perpetúa los mecanismos que harán imposible zafarse del Estado paternalista que comenzó en los cuarenta, siguió con las acciones concertadas para aumentar capacidad productiva subvencionada y ahora anda reduciéndola, también con subvenciones, que harán -al coste de varios millones cada uno- el milagro de mantener empleos.
El problema del déficit, entonces, no es solamente político, sino también técnico. Es inaceptable que desde el Estado se diga a los electores que no hay alternativas a la política económica y qué la sociedad tiene la culpa del déficit público (y de las muertes de aceite de colza por ser malos consumidores). Este argumento es típico del funcionariado insumiso y arrogante que padecemos: hay muchas soluciones a la actual crisis económica, que pasan todas por la apertura imaginativa al exterior y la reforma administrativa, condiciones necesarias aunque no suficientes para cambiar los modos de actuación del Estado.
Las reglas del juego monetario, la inflexibilidad y paternalismo de nuestra economía las fija el Estado, no la sociedad; si hay desplazamiento del crédito privado o disminución de exportaciones, se debe a políticas monetarias inadecuadas. Además, el déficit del sector público no está sirviendo para nada más que transferir penas de unos a otros sectores privado e (más a consumidores), exceptuando el sector público, que ha sido el único que no ha sufrido el ajuste de los setenta.
El ratio déficit público en sentido amplío como porcentaje del PIB a crecimiento del PIB aumentó del 0,4% en 1977 (año de la brutal estabilización sufrida por el sector privado) a casi el 5% previsto para 1981; cuesta más y más déficit público crecer menos y menos.,
Por el lado del ingreso, estos ratios esconden el aumento de la presión tributaria. Por el lado del gasto, miden la estatalización de la economía con un aumento de la participación estatal del 25% del PIB en 1975 al 35% en 1980. Los problemas económicos, sin embargo, no se han resuelto con esta estatalización. La solución no es tanto aumentar o disminuir el déficit público, sino reasignar la utilización de los fondos públicos, cambiando los modos de actuación de este Estado, cuya Administración crea nuevos organismos cuando los existentes no funcionan. Ahora se crea una Secretaría de Estado de Consumo, con más inspectores y gasto; esta es la solución de los funcionarios.
La solución de una sociedad fuerte sería juzgados de instrucción eficaces y precios realistas que orienten a los consumidores y disuadan a los granujas de engañar a la gente. En otras palabras, lo preocupante no es que haya déficit público o no, sino que aumente bruscamente de un año para otro, que se financie con recursos al crédito que debería ir al sector privado, y que encima sirva para bien poco: entre 1979 y 1981, el déficit del sector público se doblará como proporción del PIB; los parados a diciembre de cada año aumentarán en más del 50% y alcanzarán así la cota relativa7más alta de la OCDE.
Elecciones y cambio
Toda esta discusión es relevante cara a las elecciones 1982-1983. Se está cumpliendo en España lo que en otros países, cuyos Gobiernos están respaldados por un número de votos que supone unos cuantos puntos porcentuales por encima de los de su oposición, tienen que colmar las diferencias entre deseos y realidades de muchos grupos sociales y colmarlas más deprisa de lo que la oposición lo haría. Las políticas de cualquier partido en las democracias industrializadas se hacen cada vez más vagas y generales y las clásicas diferencias entre izquierda y derecha se desdibujan, sin converger. Cuando los electores se aburren de esa indiferenciación y pierden la paciencia votan, como en Estados Unidos y Francia, a candidatos con propuestas de cambio.
Creo que a nuestra sociedad no le importaría una solución socializante que elimine la corrupción y le asegure honestidad, salud y buen retiro a cambio de impuestos altos, o una solución liberal de competencia feroz, oportunidades y libertad a ultranza. Cualquier modelo económico es viable en el mundo, y en España, donde han convivido paternalismo y desarrollismo durante cuarenta años. Pero resulta que tenemos ahora los costes de ambas soluciones (estatismo, paro y desigualdades) sin ninguna de sus ventajas (bienes y servicios públicos, igualdad de oportunidades) y, lo que es peor, los dos partidos mayoritarios parecen dispuestos a tomar el camino que les resulta más fácil, aumentando el peso del Estado y su déficit antes de mejorar su gestión. Pienso que, al contrario, la solución progresista pasa por la sociedad civil, no el Estado; la apertura al exterior, y no la subvención interior, y una moral competitiva que reemplace de una vez la moral burocrática que da muchos decretos, pero pocos empleos.
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