Nuestros alimentos
Calmado ya el clamor periodístico y sedimentada la confusa, y en gran parte contradictoria, información que masivamente se ha difundido sobre la escandalosa adulteración fraudulenta de aceites comestibles, quizás es tiempo, ahora, de reflexionar.Quedan las tristes secuelas de las intoxicaciones, la acción de la justicia sobre los culpables y quizá algún debate sobre responsabilidades. Y quedan, también, muchas dudas sobre la naturaleza del fraude: ¿acetanilida, anilina, azobenceno, cien (!) sustancias tóxicas detectadas? ¿Qué sustancia se añadía para desnaturalizar el aceite de colza industrial? ¿En qué fase de la cadena comercial se desnaturalizaba? ¿Al preparar la mezcla fraudulenta, para su venta, se añadían otras sustancias adulterantes? ¿Se realizaba alguna manipulación que modificara el desnaturalizante original? ¿Los aditivos tóxicos que se han hecho públicos producen el síndrome que se ha manifestado? La acetanilida se propuso, hace años, como analgésico y antipirético y su grado de toxicidad y el de la anilina son bien conocidos. Por otra parte, el uso del azobenceno (¿benceno-azo-benceno?) parece extraño. Pero la cuestión fundamental y trascendente es esta: ¿por qué puede suceder tal cosa en España a finales del siglo XX? ¿Es el fraude de alimentos, entre nosotros, un hecho insólito o, por el contrario, es frecuente y soterrado, manifestándose sólo en los casos más graves? En mi opinión, el suceso es una consecuencia, lamentable pero lógica, de la estructura del sistema fiscal y de vigilancia de alimentos, cuyas graves deficiencias son más perjudiciales en un país de nivel cultural bajo. Que nadie se rasgue las vestiduras: con la ordenación que se mantiene pueden suceder cosas muy graves. Por otra parte, el fraude típico es, sin duda, muy abundante en España. Es difícil asegurar cifras, pero en la observación diaria de lo que comemos, sólo por el color, olor y aroma, se detectan, con gran frecuencia, transgresiones más o menos nocivas. Y no digamos de los puestos de venta incontrolados. Paseaba hace unos días con mi nieto de seis años y me pidió un pirulí, rojo rabioso. Le expliqué que el colorante que llevaba era perjudicial y me preguntó ¿Y por qué lo venden? No supe contestarle.
La transformación del sistema actual en otro eficaz no es fácil y exigiría cambios e inversiones importantes, en distintas áreas, que conviene comentar:
En el aspecto legislativo, el Código Alimentario español, cuya promulgación, hace unos años, fue tan coreada, es una agrupacion inconexa de normas de muy distinto rango con detalles improcedentes, lagunas inex cusables y evidente falta de unidad. Tal norma no puede constituir la legislación alimentarla de una nación moderna. Otras leyes vigentes no resisten una crítica, a la luz de la ciencia actual. España necesita una legislación alimentaría jerarquizada en normas de concreción escalonada. Ante todo, una ley básica de alimentos, moderna y científicamente fundamentada, que defina lo que es licito e ilícito en su fabricación y comercio, establezca normas de aplicación general, determine delitos y regule sanciones, de acuerdo con la situación tecnológica actual y la trascendencia de los daños.
En otro plano, están las reglamentaciones sectoriales que concretan las normas propias de cada sector (productos lácteos, conservas, carnes, etcétera). En un tercer plano, el más concreto y cotidiano, han de establecerse las normas de identidad y de calidad de cada uno de los productos del mercado de alimentos (por ejemplo, leche pasterizada, conserva de tomate pelado, guisantes congelados, jamón cocido y cientos más). En estas normas se definen todos los requisitos que deben cumplir el producto para venderse con cada denominación, los aditivos tolerados, el contenido en componentes nutritivos críticos, la información que debe figurar en la etiqueta y los criterios y límites para su clasificación en niveles de calidad.
Esta extensa colección de normas, siempre abierta a los avances tecnológicos, constituye el código práctico que regulá la actividad industrial, comercial y fiscal y concreta lo que es exigible por el consumidor.
Pero la mejor legislación es vana letra si no se cumple, y ello exige una organización de inspección y vigilancia que es la única garantía para la sociedad. Esta organización es, en, España, minúscula, anticuada, dispersa e inconexa; es decir, no es una estructura ordenada.
En primer lugar, es insuficiente. Hace falta un numeroso cuerpo de inspectores que, previa una sólida formación especializada, ejerzan su función en las industrias, los canales comerciales y los puntos de venta y tomen muestras de los alimentos con la frecuencia necesaria para mantener el riesgo por debajo del nivel calculado.
En España hay laboratorios bien dotados y servidos por personal competente, dependientes de los Ministerios de Sanidad, Agricultura y Comercio y de los ayuntamientos, pero son insuficientes y no constituyen una estructura organizada, ni entre ellos ni con los demás estamentos necesarios para una vigilancia efectiva. Instituir una organización moderna y suficiente necesita tiempo y dinero, exigiría, en los presupuestos, partidas importan tes y es bien conocida la situación de déficit del sector público. Es una cuestión de prioridades.
También es necesaria una unidad de actuación, en el control del fraude alimentario, bajo una sola autoridad. Es curioso el sempiterno celo de los departamentos para conservar competencias, y la escasa diligencia para cumplirlas con eficacia.
Por otra parte, hay que utilizar los centros de investigación para que alimenten, con nueva tecnología, a toda la organización y no sólo en casos insólitos, sino, más bien, de un modo sistemático, informando sobre avances científicos que pueden sofisticar los fraudes, suministrando nuevos conocimientos que puedan dar lugar a la obsolescencia de las leyes y colaborando en el desarrollo de nuevos métodos analíticos. Y, sin embargo, es lamentable el escaso uso que se hace en España de la investigación científica y tecnológica. Es digno de señalar que cuando se ha presentado un problema que exigía un intenso esfuerzo investigador, ningún organismo responsable ha reclamado la aportación de cátedras universitarias, de institutos del CSIC o del INIA. Y, después de graves patinazos, se encontró la pista gracias a una aguda observación personal. Y es sintomático que, existiendo en España el Instituto de la Grasa de Sevilla, con prestigio mundial en la tecnología del aceite de oliva y en la detección de fraudes, ningún organismo haya procurado su colaboración. La historia de este fraude pone de-manifiesto la falta de todo sistema organizado y coherente. Igualmente, es también importante la escasa cultura del pueblo español en materia de alimentos. Y ello incide en dos aspectos: el comerciante defraudador, pero tecnificado, es difícil de controlar, pero es mucho más peligroso el ignorante. Por otra parte, la incultura del consumidor estimula el fraude y desestimula la emulación por la calidad. ¿Es que la alimentación no tiene bastante importancia para figurar, como enseñanza preferente, en la EGB y en el bachillerato? Y si la universidad cumpliera su misión de difundir la cultura, impartiría cursos de tecnología doméstica para las madres de familia, de las cuales depende, en gran medida, la nutrición y la salud de los españoles y la mayor parte de la economía de consumo.
Una legislación moderna, una organización inspectora y fiscal eficaz y un programa de cultura alimentaria son muchas exigencias para un país pobre; pero si hay que establecer prioridades, esta es de primer rango.
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