Joan Manuel Serrat a buscar el trébole, el trébole, el trébole
Noche de san Juan. Y el teatro Alcalá, de Madrid, lleno prácticamente para buscar con Joan Manuel Serrat el antiguo trébol de cuatro hojas. La vieja magia del Mediterráneo y de los veinte años... Había, por supuesto, voluntad de emoción. Y Serrat, con su aire sano de buen chico, entre levemente rural y levemente de barrio, aludió en su primera canción a la noche mágica y al mucho tiempo que no pisaba un escenario de Madrid.Mezcló temas, recordó sus éxitos y se demoró en las novedades. Eugenlo, mi joven amigo rockero, me decía que ver a Serrat era ahora (y no para él, desde luego) como un ejercicio de nostalgia, y una chica detrás de nosotros comentó en un momento: «Me gustaría llorar». Espero que no como constatación de que el fervor de la noche, y las hogueras de los aplausos, no lograsen hallar el trébol que otorga la segura felicidad.
Hubo temas de amor, con su clásico y pulido tono acre, como Irene, donde, muy arcipreste, Serrat habla de «bragas comprometedoras y sábanas alcahuetas». Recordó algún tema de Mediterráneo, quizá su mejor voz. Y también a Miguel Hernández y, sobre todo (tres canciones), a Antonio Machado, cuyo poema sobre don Guido, el señorito andaluz, gustó al joven rockero. Pero, fundamentalmente, Serrat se dejó llevar por el tiempo fugaz e irreparable. Pues, por desgracia -y al parecer- es muy difícil mantener siempre los años juveniles.
Había una canción terrible. Habla de los niños que son «locos pequeños», y tiene todo el desencanto y el vago aroma a conformismo de los antaño invencibles progres: «A menudo los hijos se nos parecen / y así nos dan la primera satisfacción».
Los Pecos, presentes en el acto, aplaudían; supongo que sin saber aún muy bien por qué, pero con toda intuición. Mi joven rockero amigo me dijo ahí que iba a tomarse una copa al bar y que en seguida volvía. Naturalmente que hubo en el recital alabanzas a los amigos «golfos», a los infantiles recuerdos de piratas («son tan dulces los piratas», sin duda una bella canción), a los «locos» que mueren de amor por una maniquí de escaparate y clásicos denuestos contra los ejecutivos agresivos, el pasotismo y la tristeza (en catalán) de los años cuarenta.
Y hasta una canción ecologista -de buen ritmo-, naif básicamente, pero con un logrado final: «Padre, deje de llorar, que nos han declarado la guerra».
Y a Serrat, por supuesto, no le faltó voluntad y buena disposición, pero no hallamos el trébol de san Juan, y el Mediterráneo -de Algeciras a Estambul- quedaba lejos.
Babelia
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