La Guardia Civil
EL ASALTO al Congreso de los Diputados, los presuntos asesinatos de Almería, las sospechas difundidas por el Gobierno acerca de los protagonistas de la toma del Banco Central barcelonés, la contundencia en la caza de cuatro grapo en Gerona, a más de otros sucesos, están creando un clima enrarecido de opinión en torno a un cuerpo armado secular que ha entrado a formar parte de la historia y hasta del paisaje de este país: la Guardia Civil. Nada peor para el propio Instituto que echar una manta de silenció sobre algo que está en las conversaciones de las gentes o desenterrar airadamente la momia del segundo duque de Ahumada cada vez que alguien apunta los rasgos de obsolescencia que aún restan en un cuerpo fundado para una España rural y asolada por el bandolerismo. Desdichadamente muchas cosas han contribuido a distorsionar la imagen de la llamada Benemérita; desde este mismo apelativo (tan poco castrense y tan querido por quienes defienden la militarización del cuerpo) hasta la imaginería lorquiana, pasando por la represión del anarquismo insurreccional andaluz del XIX, e incluso, la institución de las casas-cuartel o del gorro charolado de tres picos.Debe recordarse primero que la historia de la Guardia Civil revela cierto apoliticismo y su lealtad al poder constituido. El apoyo de Sanjurjo, entonces jefe de la Guardia Civil, al Gobierno provisional de la Segunda República fue decisivo en la caída de la monarquía alfonsina, y el 18 de julio de 1936 la Guardia Civil distó mucho de adoptar una actitud unánime; concretamente, en Barcelona, varias compañías de la Guardia Civil, bajando por Atarazanas, pusieron punto final a la batalla campal de la plaza de Cataluña, acabando con la última posibilidad del sublevado general Goded. El propio general Franco estuvo al borde de disolver el cuerpo en su zona, dudando de la lealtad a su causa. Sea como fuere, no parece la Guardia Civil un Instituto armado proclive a esta u otra organización del Estado.
Otra cosa es su legendaria dureza y el conservadurismo decimonónico de una Guardia Civil a la que se inculcó tan acendrado sentido del derecho a la propiedad privada -valga este ejemplo-, que igual de contundente suele resultar su represión contra el que asalta a mano armada una finca que contra quien sustrae un par de gallinas en los aledaños de un pueblo. Su carácter de institución militar le confiere rasgos de dureza añadida poco compatibles con las exigencias del orden público en los conflictos propios de la sociedad industrial. En este sentido, fue necesario -aunque tardíamente- retirar a la Guardia Civil del servicio en núcleos urbanos importantes.
Ese conservadurismo al servicio de minorías agrarias dominantes es el que, en el siglo pasado, apartó a unos hombres de extracción humilde. -y paradójicamente campesina- de numerosas simpatías populares que generalmente se merecían.
No es preciso hacer más elipsis con los tiempos históricos para colegir que numerosos aspectos de la Guardia Civil -su recluta, su preparación, su código interno, su armamento, su dependencia militar- yacen anclados en un pasado sociológico poco o nada coincidente con el actual panorama español. Es difícil entender, en una sociedad industrializada de Occidente, la existencia y la mentalidad de guardias civiles habitantes con sus familias de las casas-cuartel, fianqueadas por garitas con troneras, aislados de suentorno natural, de sus vecinos y como a la defensiva de un hipotético ataque. Cuentan que el ministro del Interior, a raíz del 23 de febrero, hizo un pedido de televisores en color para las casas-cuartel. « Si no en vero, e ben trovato». Todo lo que se haga para colocar el espíritu de la Guardia Civil en conexión con el sentimiento democrático y progresivo de la nación será poco en estos momentos.
El propio Instituto -y esto resulta lo más paradójico- entiende estos planteamientos y, en alguna ocasión, ha realizado ese esfuerzo de modernización interna. A este respecto es sintomática la creación, en 1959, de la Agrupación de la Guardia Civil de Tráfico. Una agrupación creada con otro talante, antes dedicada a la ayuda de los ciudadanos que circulan por las carreteras que a su amedrentamiento, y de la que no suele haber quejas razonables por parte de la población motorizada, y este reconocimiento es válido aun desde la realidad de que fue de la Agrupación de Tráfico de donde salieron los números rebeldes que acompañaron a Tejero en la ignominiosa aventura del Congreso. Lo mismo puede decirse del servicio del Instituto como policía de fronteras, vigilancia de costas y represión del contrabando. La Guardia Civil, en suma, es capaz de colocarse al ras de su propia época. Acaso sean otras personas, otros intereses, los que prefieran un cuerpo armado como este desconectado, de la sociedad a la que sirve.
Entre los puntos pendientes de revisión y debatidos en el Congreso demasiado apasionada e irracionalmente está la doble dependencia de los ministerios de Defensa e Interior que la Guardia Civil tiene. Carece de sentido que un cuerpo sobre el que tiene mando y competencias el Ministerio de Defensa se ocupe del tráfico, de las aduanas o de que los pasos de montaña no vuelvan a ser puertos de arrebatacapas. Desde cierto punto de vista militar, eso incluso sería un desdén de las funciones estrictamente castrenses. Sin embargo, convertir en «civil» a la Guardia Civil la acercaría a un pueblo que -con justicia o sin ella- la tiene hoy en muchos sectores por defensora más del poder que de la ley. Por otra parte, algunos de los sucesos dramáticos acaecidos en cuartelillos tienen su explicación última en el doble carácter administrativo de este cuerpo.
No hay, en suma, ninguna campaña orquestada contra este cuerpo. Sí existen, dudas razonables de que su actual organización sea la más adecuada para un país industrializado de Europa. Y ya hemos apuntado datos sobre la propia capacidad del cuerpo para proceder a la rectificación de sus planteamientos obsoletos. Los enemigos de la Guardia Civil no están entre las fuerzas democráticas que piden su mejora y su reforma; están entre toda la cohorte de aduladores interesados que no pretenden otra cosa que mantenerla en el siglo pasado, para que pueda defender más adecuadamente sus oxidados privilegios. Son, en definitiva, esa laya de buscones que, a respaldo de las sacrificadas botas del servicio permanente, esperan el momento del saqueo para su personal disfrute. Que cada uno -incluidos los propios guardias- saque su conclusión. Desde aquí pensamos que la Guardia Civil está llamada a más altos destinos que el de servir de centuriones de la ultraderecha en la España machadiana, zaragatera y triste.
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