Erase una vez Sacha Distel
Era algo desolador y desolado. La platea del Alcalá, Palace era un vacío apenas festejado por las 147 personas que acudieron el pasado lunes a la queda llamada de Sacha Distel. Era una pena ver casi treinta años de esfuerzos profesionales caer sobre los sillones vacíos. Era una pena que aquellas cuatro chicas tan guapas bailaran para un público que prefirió observar los apocalípticos enfadados de Cervantes en televisión.Pero, en fin, algo, hubo, y ya que no ambiente, sí pudo observarse una enorme profesionalidad y los milagros contra la edad.
Sacha Distel iba para Maurice Chevalier, sólo que en latin lover; tuvo su aquel con Brigitte Bardot y desde entonces ha ido regando con. sus canciones y su prestancia el reseco y evanescente mundillo de la chanson francesa.
Las diferencias entre el clasicismo de Sacha Distel y nuestro folklorismo son profundas. Donde nuestras, faraonas y demás epígonos tratan de convencer con el desgarro, lo que no convencen con la intensidad, las letras de Sacha exigen una cierta circunspección. Claro que aquello va de un barco blanco que surca los mares de amor, de afirmaciones tajantes, como la de «no somos cocodrilos, señor caimán», o de suaves recuerdos nostálgicos a una casa francesa, que es donde nació Distel. Por otra parte, lo exultante de nuestras artistas se convierte a veces en insultante para con sus colegas, mientras nuestro héroe se dedicaba, entre otras cosas, a reivindicar el poder de esa canción francesa, que ha cruzado océanos y atravesado desiertos desde el hueco de un canotier.
El o la diva son aquí el espectáculo. Para el francés, lo espectacular se vincula a las piernas de sus acompañantes o a las gracias oligofrénicas de un señor que aparecía de vez en cuando por aparecía de cuando en cuando por allí. Aquí no hay medida, allí, todo está pensado y bien pensado. Y al final, el gran melódico, buen entonador de canciones tranquilas, nos ha resultado un mediano tocador de guitarra eléctrica, una agradable presencia y la confirmación de que aunque a él no se le note, los años no pasan en balde. El folklorismo francés fue; ahora sólo quedan unos rescoldos incapaces de encender fuegos.
Topolino Radio Orquesta
Pero la noche recordatoria no acababa ahí. A poca distancia y en el incomparable marco, la, discoteca Rock-Ola (conocida por su vinculación al pop madrileño), el Club de la Medianoche, de Juan José Alés, presentaba en exclusiva, y por vez primera, a la Topolino Radio Orquesta. Una fiesta de famosos en tono menor que empezaba con saludos y continuaba más tarde con la orquesta propiamente, dicha, dedicada con afán a la recuperación (perfecta) de las canciones que alegraron los sombríos años cuarenta. Y ya su comienzo demuestra la maravilla de la ironía poética y popular. Era La vaca lechera y esos versos in mortales que valen un Potosí: «... con sus quesos, con tus besos los tres juntos, ¡qué ilusión! ».
El ambiente era de un pequeño-burgués enternecedor, y la orquesta, con su pareja de bailarines (él es increíble) habla del problema de la vivienda (Mi casita de papel), del costumbrismo (Mimi, mimosa) o se encuentra a Sacha Distel en el mundo de los reptiles (Se va el caimán). La Topolino Radio Orquesta es un difícil y bello ejercicio de nostalgia, porque, en este país, la mayoría no ha vivido aquellos años cuarenta. Pero las canciones perduran, y ellos, la Topolino, son los profetas de un pasado que, tal vez, no haya pasado del todo.
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