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Los investigadores de vanguardia acusan a la burocracia de frenar el progreso científico

La creciente oposición entre los investigadores de vanguardia, por una parte, y los organismos de control jurídico y político de tales investigaciones, por otra, recientemente puesta de manifiesto en Copenhague con motivo de la Audición Parlamentaria del Consejo de Europa sobre ingeniería genética, ha vuelto al primer plano de la actualidad con el caso del famoso oncólogo norteamericano Martin J. Cline.

El doctor Cline, uno de los más importantes especialistas mundiales en el campo de la medicina genética aplicada al cáncer, y director hasta hace unos días del Departamento de Oncología de la Universidad de California, en Los Angeles (UCLA), acaba de ser severamente reprendido y sancionado por el Instituto Nacional de la Salud (NIH) norteamericano, y puede perder los fondos con los que financiaba sus experimentos. La razón de esta grave decisión es la de haber realizado experimentos en personas enfermas de cáncer y ya desahuciadas sin que, a juicio del NIH, tales experimentos hubieran completado debidamente el cielo previo de investigación en laboratorio.El doctor Cline y su colega el biólogo molecular Winston Salser habían descrito recientemente un procedimiento para curar enfermedades tales como la leucemia mediante técnicas de ingeniería genética. Los dos científicos extrajeron células de la médula ósea. productoras de glóbulos rojos, y manipulándolas genéticamente con otros tipos de células consiguieron devolver a la normalidad a los ratones enfermos de ciertos tipos de leucemia.

Sin embargo, antes de haber transcurrido dicho plazo de tres años, el doctor Cline operó el pasado verano a dos mujeres, diagnosticadas como incurables. que padecían una enfermedad de la sangre cuyo nombre inglés es thalessemia major. Las operaciones fueron realizadas fuera de Estados Unidos, en Italia y en Israel. No obstante, el NIH consideró que tales operaciones vulneraban la ética a seguir en estos casos, ya que el doctor Cline operó sin comunicárselo a ellos; además, el Instituto Nacional de la Salud consideraba que tales operaciones eran prematuras.

Aun cuando el titular del NIH es un médico, el doctor Donald S. Fredrickson, su cargo es más político que puramente científico. A este respecto, Winston Salser, colaborador de Cline, ha asegurado que las leyes y la burocracia pueden destruir a la propia investigación científica.

Por su parte, el NIH considera que su papel es el de moderar al máximo las alegrías de los científicos, protegiendo los derechos del enfermo ante la posibilidad de que sirvan incontroladamente de cobayos humanos.

En la reciente reunión del Consejo de Europa en Copenhague, sobre la ingeniería genética, planeaba el mismo tipo de polémica: el enfrentamiento, en algunos casos muy subido de tono, entre parlamentaríos y científicos respecto a los riesgos potenciales de las investigaciones no es más que un aspecto parcial de un problema mucho más amplio, el del control de la ciencia por la sociedad o por sus representantes democráticos, los políticos.

Algunos científicos presentes en Copenhague y numerosos biólogos norteamericanos colegas de Cline consideran que los parlamentarios, y los políticos en general, no están capacitados para juzgar la peligrosidad de sus ensayos, y que son los propios científicos los que disponen de los medios adecuados para valorar el posible alcance que puede tener, tanto negativa como positivamente, para la sociedad.

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