Las ventajas de ir a la escuela
Aunque sé que esas cosas deben evitarse, no tuve más remedio que ir a los toros en companía de una profesora americana, especialista en drama espanol contemporáneo (campo amplísimo, si uno se olvida del teatro). Me telefoneó muy temprano.-¿A qué hora empieza el partido de toros? -me preguntó.
Le aclaré que no se decía partido de toros, sino corrida. Si de un partido se tratase, añadí con mi manía didáctica, apenas habría espectadores, porque el resultado de las corridas suele ser siempre el mismo: toreros, seis; toros, cero. Pareció entenderlo, y se disculpó:
-Perdone, pero acabo de llegar, y no comprendo nada de,lo que pasa en este país.
-Estamos en las mismas condiciones -le dije, insinuando levemente un bolero, para cortar una conversación que adivinaba penosa.
Camino de Las Ventas le expliqué que el asunto de los toros estaba al margen de todas las confusiones nacionales; le hablé del rito, de lo eternamente repetido, previsto, regulado desde el siglo de las luces por un reglamento que iluminó con la antorcha de la razón lo que había podido ser una barbaridad y se había convertido en un sacrificio ennoblecido por la liturgia. Lo del sacrificio se confirmó cuando vimos el precio de las barreras. Me hice el indiferente, y apelé al tópico, que en tauromaquia no suele tener fallos,
-Lo único puntual y serio en este país. A las cinco en punto de la tarde, de acuerdo con el sol y Federico García Lorca. Los relojes cambian, pero esto es inmutable. Ejemplo de la intrahistoria, que diría Unamuno. Ni siquiera el golpe: sólo el tiempo -ese paquidermo- puede impedirlo.
Por fortuna, habíamos ido muy temprano a la plaza. El taquillero me advirtió que si no queríamos perder el primer toro deberíamos apresurarnos. La corrida no empezaba a las cinco, hora solar, sino a las seis, hora peninsular, que eran en realidad las cuatro, hora otra vez solar. Y todo por causa -o por culpa, como murmuró un viejo aficio nado- del fútbol combinado con la televisión. Tan siniestra mezcla había loarado convulsionar el espinazo de la intrahistoria, e hizo que mi prestigio bajase varios enteros. Traté de recuperarlos. Aquello era insólito y, en mi opinión, intolerable y triste, aunque tampoco demasiado grave; un efímero triunfo de la costra sobre la casta. Acabé confesando, en un alarde de humildad -y hay que ser muy humilde para alardear de humilde-, que yo no entendia ya ni de toros, que era de lo único que estaba seguro de entender. La profesora me dio la razón, para humillarme.
Pero las humillaciones nunca vienen solas. La liturgia seguía fallando. Los toros desmintieron otro tópico (el quinto fue el peor) y no salieron por el orden previsto, anomalía que obligó a alterar el turno de los toreros. En un momento determinado, nadie sabía si El Yiyo era Ribera, o al revés. El uno iba vestido de rojo y oro, lo cual es una enorme incongruencia. El otro, más consecuente -pensemos en Girón, de apellido taurino y falangista-, de azul y oro. Por suerte, había un tercero en discordia que nadie confundió con nadie: un diestro de verde y rubio llamado Pepín Jiménez. « El torero de Lorca», dijo alguien a mi lado. La hispanista, que anda floja en toponimia, se creyó autorizada a opinar:
-El torero de Lorca se llamaba lgnacio.
Daba lo mismo; Pepín Jiménez es de Lorca pueblo, pero podía ser de Lorca Federico: un torero extraordinario, en cualquier caso. De los que pocas veces se ven - «esta vez seguro, profesora»-, de los que no se olvidan nunca.
-De Lorca y de la escuela de tauromaquia, -puntualizó un entendido en el tendido.
Y se le notaba. Porque lo que Pepín Jiménez estaba haciendo era una bellísima visualización de la teoría del conocimiento, y una confirmación de su utilidad.
Y, por primera vez desde que vine a España, aplaudí.
Angel González poeta, profesor en Estados Unidos.
Babelia
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