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"Bajo el signo de la nostalgia

Es ley de Cannes: llegará una edición del festival en la que los habituales de la Croisete sentirán irreprimible nostalgia por lo que ahora mismo fingen tratar con desdén. Dentro de unos años se recordará con húmeda emoción el día en que Cimino lloró lágrimas de la United Artists por culpa de los merecidos juicios destemplados de la culta crítica europea a su epopeya absurda. Dirán que los verdaderos buenos tiempos del festival fueron «aquellos» en los que la oposición paradigmática la componían Isabbelle Adjanni e Isabelle Huppert (hay que elegir entre estos dos modelos del nuevo erotismo europeo, y la colonia española, unánimemente, ha volado a la Adjani): cuando Jessica Lange, Zulawsky, Liliana Cavan] y Bernardo Bertolucci.Hablarán con aparatoso gesto retro de los buenos días pasados del homenaje a Buñuel en el viejo Grand Palais en el momento en que la Metro Goldwing Mayer anunciaba su vuelta al ruedo multinacional, rumorearan de aquel soleado mayo francés en que Antonio Gala vampirizó con su fluido verbo literario y sureño al jurado internacional, Berlanga logró arrancar carcajadas sinceras a los más severos cinéfilos del continente, Saura entusiasmó fuera de con curso y los franceses volvieron por sus fueros, o sea, a contar historias tristes de amor desgarrado y tuberculoso. Comentarán con envidia la época cannoise del fracaso rotundo y merecido del sermón jesuítico de Rosi, la presencia chirriante de los metálicos caballeros fascinantes y agotadores de Boorman, de los inútiles preciosismos publicitarios de la negra historia vulgar de Michael Mann o del aparatoso regreso musical, que no triunfal, de Lelouch en plan Dolby.

Ahora, una vez que finaliza esta 34º edición (que todos califican de transición, y no solamente por cuestiones arquitecturales: se está notando en las pantallas la huelga de Hollywood mucho más que la hipotética competencia del mercado de Los Angeles), el preceptivo rito del «cualquier festival pasado fue mejor» se ejerce con aburrida monotonía en las tertulias del Majestic, Le Petit Carlton y el Blue Bar a costa de las escandaleras pasadas de La grand bouffe y El último tango en París, o del día aquel que Visconti fue visto en una pizzería infame, o cuando el Scorsese del Taxi amarillo estuvo a punto de chocar con el Win Wenders de El curso del tiempo por culpa de la célebre torpeza mundana de Tennessee Williams.

Lo importante no es mirar, sino recordar

Eso es lo que distingue a un festivalero con callo en el alma de celuloide de los cada día más numerosos pavernus que llegan a Cannes. No saber dónde está hospedado Cimino o el teléfono de la habitación imposible de Jessica Lange, sino rememorar a quien se pone por delante que en una ocasión Michèle Morgan utilizó el mismo cuarto de baño que Mussolini en el hotel Carlton, o que sir Lawrence Olivier durmió en la cama del mariscal Pétain. Lo importante no es mirar, sino recordar. También aquí.

Está mal visto en Cannes manifestar entusiasmo ruidoso por el festival en curso. Ya lo advertía Baudelalre: el dandismo deviene bochorno cuando es emoción estridente y compartida. Por eso hay que fingir naturalidad, incluso algo peor, cuando te encuentras con Jack Nicholson en los mingitorios del casino de Palm Beach, de la misma manera que jamás hay que mostrar emoción alguna a la salida de una película oficialmente seleccionada. Lo dandy en Cannes es e desdén por lo actual y la nostalgia erudita, remontándose si es preciso hasta el famoso verano de 1924, cuando por aquí circulaba desnuda y provocadora Zelda Fitzgerald acompañada de John dos Passos, perseguida por Rodolfo Valentino y vigilada de lejos por el inventor literario de la Costa Azul, Seott Fitzgerald.

El caso es que también la actitud nostálgica invade las pantallas de un festival que ritualmente los entendidos siempre estiman más triste que el anterior, aunque luego resulta menos espectacular que el próximo, como este año pudieron comprobar en sus propias paciencias incautos que intentaron aparcar un coche, encontrar cama libre, sentarse en una terraza medianamente crítica, cenar en la Maire Besson, atravesar a las horas punta el recibidor del Carlton o hacerse con una localidad indecente en las noches desgraciadamente decentes del Grand Palais.

Lo "retro" está de moda y es actualidad

Si hubiera que buscarle un denominador común a este 34º festival no lo dudaría un instante: lo retro. Historias preciosistamente ambientadas en el ayer o en el anteayer, como las de Scola, Hugh Hudson, Cimino, Ivory, Leloch, Cavani y una serie de nombres finlandeses, húngaros y checos de imposible pronunciación y de nula significación. Y cuando no es el pasado simple, es el pasado compuesto, es decir, la recreación de textos literarios. Siempre hay una vieja novela tras las novedades cinematográficas: Malaparte, Moravia, D. H. Lawrence, Platonov, Iginio Ugo Tarchetti, James C. Cain, Jean Rhys, Daniel Odier, Klaus Mann, Bertrand Blier (que ha filmado su propia novela), el mito del rey Arturo, etcétera. Hasta el caso insólito de que las únicas películas llamativas no basadas en textos literarios, fílmicamente puras, son las de Berlanga, Bertolucci. Wajda y Jullet Berto. También en la amplia muestra de Cannes se detecta el imperialismo de la cultura de la nostalgia, cuyo símbolo más preciso es la moda apoteósica del remake. Los aviones que planean sus publicidades por la playa de Cannes anuncian con desfachatez el «mayor remake de todos los tiempos: Gunga Din, y también así está lanzada El cartero siempre llama dos veces, de Bob Rafelson, exhibiendo el re en los carteles. Remakes para todos los gustos, desde la historia de Lili Marlen hasta la de los caballeros de la Mesa Redonda, y lo que los americanos nos prometen para la temporada tampoco hay que clasificarlo del lado die la novedad: la tercera parte de Superman, la novena recreación de James Bond, la segunda versión de Encuentros en la tercerafase, las cuartas y quintas entregas atroces del Polo de limón...

Así lo entendieron este año los decoradores de las tiendas chic de Cannes, ofreciendo escaparates en los que predominan colores amarillentos, tonalidades sepias, diseños desvaídos, objetos nostálgicos y fórmulas de seducción en el mejor estilo retro. Aquí lo único actual, incluso futurista para los españoles, son los precios. El resto se escribe con re.

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