La fiesta de la fragilidad
Si la corrida fuese únicamente «la fiesta del valor» -así lo canta el toreador Escamillo en la Carmen, de Bizet-, uno imagina lo fácil que sería para sus detractores el denunciar el falso triunfalismo y el mal gusto de una literatura barata hecha con alamares y, sangre sobre arena dorada. Pero, gracias a Dios, la tauromaquia es también la fiesta de la fragilidad. Pata que el espectáculo colme algunas de sus promesas, hace falta que el día se presente sin aire, que los toros no acusen flojedad, que sus embestidas estén compaginadas con las posibilidades técnicas y artísticas de su matador, y que éste tenga de pronto el deseo de sobreponerse a la rutina profesional para expresar algo inexplicable. Por eso los aficionados tienen algo de devotos esperando que surja el milagro de la belleza en medio de tantas decepciones.Afirmar que en la corrida no hay crueldad es improcedente; pero ésta no existe sino en la medida en la cual todo el espectáculo tiende a hacerla olvidar: olvidada la sangre, olvidado el miedo, esfumada la violencia cuando la embestida del toro, subyugada por la tela, se convierte en un interminable e ¡mposible deslizar.
Es más que difícil explicar la estética del toreo; por esencia, este arte aspira a una perfección, rozada a veces, pero nunca conseguida; se manifiesta como una dinámica cuya culminación sería una plenitud formal conquistada a través del movimiento, algo como una escultura animada, según lo sugirió Pérez de Ayala. Pero, claro está, es una meta inasequible. Ya José Bergamín y Leiris han dicho -¡y de qué manera!- hasta qué punto la intensidad de esta belleza desgarradora se debe a un desfase infinitesimal entre lo visto y lo no visto, entre lo que es y lo que hubiera podido ser.
Compuesto de espejismo y de lucidez, el toreo tiene a veces aire de triunfo, pero siempre en tono menor, pues la tristeza suele sobre ponerse a la alegría. El torero, cuando ha tenido una tarde deslucida, tal vez pueda olvidarla. Pero cuando ha cuajado una faena importante, no para de pensar, no en lo que ha hecho, sino en lo que no ha llegado a hacer, en todo ese misterio que el toro se ha llevado consigo sin que su matador lo haya descubierto a tiempo. Tampoco puedo dejar de pensar en esta frase extraordinariamente aguda, atribuida al maestro Antonio Bienvenida, y que explica el sentido último del temple entendido como modo de lentificar la embestida: «... Es porque a cada pase siento que se me va la faena». Si admitimos que torear es esculpir el tiempo o convertirla violencia de un instante en una continuidad efímera, esta escultura es a la vez la materia y el ideal de una obra que muere en el mismo momento en que ha sido vislumbrada. Tal arte posee la cualidad de lo eterno, y la realidad de las cosas fugaces, encierra todos los antagonismos de la vida y de la muerte. La emoción del espectador no puede ser más que la estela de una plenitud desvanecida; su olé es grito de alegría, pero casi al mismo tiempo grito de nostalgia. Y la muerte del animal, que parecía sellar la victoria aparente del hombre, aniquila la presencia tangible de este triunfo, y deja al artista y a su público en la soledad de un recuerdo incierto.
Por estas razones me atrevería a decir que la tauromaquia es arte y metafísica: nos da la sensación de presenciar cosas imposibles y luego nos obliga a volver a tocar tierra para enfrentarnos con una aplastante realidad.
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