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La sospechosa inocencia de William Saroyan

La muerte de Willíam Saroyan nos ha sorprendido tanto como el hecho mismo de que todavía viviera. Y es que sus libros formaban parte de nuestra niñez, de nuestra adolescencia, de una juventud demasiado efímera, arrebatada casi enseguida de empezar a serlo por las necesidades urgentes de esta cultura de la prisa. Las novelas de Saroyan, sus libros de relatos de título increíble -El atrevido muchacho del trapecio, Como un cuchillo, como una flor, como absolutamente nada en el mundo- eran como la reedición de una inocencia ya sabida, pero a menudo olvidada entre los azares de un siglo trágico.William Saroyan tuvo su momento de gloria, mucho antes que Andy Warhol se inventara aquello de que todo el mundo tendrá derecho a la fama, pero sólo durante quince minutos. Aquel descendiente de emigrantes armenios a la mitológica Norteamérica de principios de siglo, aprendiz de muchos oficios, desde tranviario o peón agrícola hasta repartidor de telegramas y periodista, triunfó tal vez demasiado pronto para que la posteridad se lo tomase demasiado en serio. El éxito de sus primeros cuentos y relatos pareció algo tan rápido y natural que su propio asombro ante una realidad tan placentera no dejó de hacerle sospechoso. Ni siquiera la primera guerra mundial le desconsoló lo suficiente. Tras aquella desacostumbrada maravilla poética que fuera La comedia humana vinieron los sospechosos de Las aventuras de Wesley Jackson. Era irremediable: ni siquiera los horrores de la guerra quebrantaban aquella fe en la bondad de la condición humana, aquel perpetuo maravillarse ante las ilimitadas posibilidades que la realidad ofrece al hombre. Saroyan cayó ante la guerra fría, no bajo los embates de la caliente. Nacido apenas un lustro después de que sus padres llegaran a Estados Unidos, para instalarse en Fresno, en California, donde el autor nació en 1908, nunca pudo reponerse de la agradable sorpresa, su lema era «los hombres son como niños maravillosos e insensatos, en un mundo -Norteamérica- también maravilloso e insensato».

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El triunfo de Saroyan en Norteamérica le llegó en el período de entreguerras, ya casi al final de la década de los treinta. En Europa un poco más tarde, y en España, ya francamente bien entrada la posguerra definitiva, allá a Finales de los cuarenta y principios de los cincuenta. Nos llegó de la mano de José Janés, aquel editor y poeta inolvidable que trajo a España todo lo que le fue posible en aquellos años imposibles. La censura nada tuvo que hacer con aquel escritor de apariencia tan dulce y tierna, tan generoso, tan imbuido de caridad y de fe en la inocencia y la bondad. Y, sin embargo, alguno de sus libros -El tigre de Tracy, que tan bien describe su secreto- y casi todo su teatro se publicaron en Argentina. La inocencia de Saroyan, todo hay que decirlo, no era demasiado cristiana; su instalación en la sociedad norteamericana nada tenía que ver con la sociedad industrial, con el consumo y el desarrollismo En sus libros había cueldad, había dolor y sufrimiento, aunque fueran un poco idealizados, tal vez excesivamente abstractos en este mundo agobiado. Era posiblemente demasiado ingenuo, excesivamente pagano y panteísta, y el mundo capitalista le horrorizaba, hasta el extremo de haber rechazado el Premio Pulitzer de teatro por no estar de acuerdo con el sistema comercial de los premios en su país.

Su triunfo pareció pasar tan rápidamente como había venido. Su ternura, su omnímoda complacencia ante el mundo que le había tocado vivir le convirtieron en sospechoso. Pero, después de haberle dejado de leer hace ya tanto tiempo, aquella repentina desaparición no dejaba de ser también tremendamente sospechosa. El escritor pareció callar, se instaló en Francia, y después en California, donde su nombre volvió a sonar episódicamente en las revueltas beatniks y hippies. En realidad, podría decirse a estas alturas que su efímero triunfo fue un error, una equivocación. La obra de William Saroyan resultó al fin y al cabo inasimilable para las nuevas formas y modos del consumo, para la guerra fría y la dialéctica universal de nuestro tiempo. Y su figura empezó a revelarse como lo que en realidad era: irrecuperable. Su obra es menos conformista de lo que parece, y tiene más puntos de contacto con las de otros escritores más o menos difíciles como Jean Giono o Knut Hamsum de lo que pudiera pensarse. Su bondad era menos genérica e indiscriminada de lo que en un principio se había previsto. Al fin y al cabo, lectura apta también para ecologistas o jóvenes rebeldes, para quienes rechazan la crispada sociedad industilal y sus consecuencias, este suave inconformista sutilmente indócil e inasimilable ha conseguido morir en silencio. Lo cual no deja al fin y al cabo de ser su última y postrer protesta. A su manera.

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